Cuando llegó la plenitud de los tiempos, se encarnó la segunda persona de la Trinidad, consumando así el sentido de la Antigua Alianza. Por su sangre, por su muerte en la cruz, el Esposo crucificado compró a un alto precio y recibió por esposa a la Iglesia. Así se nos aparece la Nueva Alianza, sellada con la sangre del Señor. De ese modo su Iglesia, y también nosotros, hemos sido comprados a un alto precio. El matrimonium ratum sellado en la cruz pasó a ser consummatum en la redención subjetiva. De ese modo el símbolo de la esposa pasó al Nuevo Testamento, pero con la diferencia de que, a partir de entonces, es expresión adecuada de la alianza y relación de amor entre Cristo y la Iglesia y el alma de la persona en gracia; mientras que la "relación padre-hijo" es símbolo de esa misma actitud fundamental de amor, pero ante el Padre. No se olvide que aquí se trata siempre sólo de imágenes, de símbolos; no se permanezca demasiado tiempo adherido a ellos. Por otra parte, no se pase por alto lo que constituye el núcleo: una alianza de amor mutua.
Lo que era la circuncisión para el Antiguo Testamento es
el bautismo para el Nuevo Testamento: la integración, la incorporación a la
respectiva relación de alianza. Así pues todos los bautizados han sellado una
alianza con el Señor. Fueron bautizados en su muerte y están asociados a él en
esa muerte. Han de quedar inseparablemente unidos a él en una santa y
misteriosa comunidad de ser, de vida y de amor; y en él y con él, integrados a
su unidad de amor con el Padre en el Espíritu Santo.
San Pablo tomó esta idea del desposorio y la elaboró con
amor. Llama "esposa del Señor" a la comunidad de Corinto. Da por
supuesto que todos son miembros de Cristo e hijos del Padre. Por eso escribe: "Tengo
celos de vosotros, celos de Dios: porque os he prometido a un solo marido,
Cristo, para presentaros a él como virgen intacta".
Por lo tanto toda alma en gracia puede ser llamada
"esposa de Cristo" en el sentido amplio del término; en sentido
estricto es quien ha elegido libremente esa relación esponsalicia como
exclusiva y perpetua. Así entendemos el estado de virginidad en la Iglesia y la
tradicional consagración de vírgenes. Basándose en esta idea de la esposa, san
Pablo da respuesta a una serie de temas difíciles, como el trato con nuestro
cuerpo o bien cuestiones relativas al matrimonio.
Les encarece a los corintios que el cuerpo es templo del
Espíritu Santo. La razón es evidente: somos miembros de Cristo, por eso estamos
animados por su espíritu, de ahí que no nos pertenezcamos a nosotros mismos. El
cuerpo es un santuario. Está para el Señor. Más aún, el cuerpo es miembro de
Cristo. Quien se entrega a deshonestidades profana el templo; desacraliza y
deshonra los miembros de Cristo haciéndolos miembros de una prostituta. De ahí
la grave advertencia: "Si alguien destruye el santuario de Dios, Dios
lo destruirá a él, porque el santuario de Dios, que sois vosotros, es
sagrado".
El Apóstol de los Gentiles hace derivar la grandeza y
dignidad del matrimonio cristiano de esa semejanza con la unión
esponsalicia-conyugal entre Cristo y su Iglesia. Así les enseña a los efesios:
"Las mujeres deben
respetar a los maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer
como Cristo es cabeza y salvador de la Iglesia, que es su cuerpo. Así, como la
Iglesia se somete a Cristo, de la misma manera las mujeres deben respetar en
todo a los maridos. Maridos, amad a vuestras esposas como Cristo amó a la
Iglesia y se entregó por ella, para limpiarla con el baño del agua y la
palabra, y consagrarla, para presentar una Iglesia gloriosa, sin mancha ni
arruga ni cosa semejante, sino santa e irreprochable. Así tienen los maridos
que amar a sus mujeres, como a su cuerpo. Quien ama a su mujer se ama a sí
mismo; nadie aborrece a su propio cuerpo, más bien lo alimenta y cuida; así
hace Cristo por la Iglesia, por nosotros, que somos los miembros de su cuerpo.
Por eso abandonará el hombre a su padre y su madre, se unirá a su mujer, y
serán los dos una sola carne. Ese símbolo es magnífico, y yo lo aplico a Cristo
y a la Iglesia. Del mismo modo vosotros: ame cada uno a su mujer como a sí
mismo y la mujer respete a su marido" (Ef 5,22-33).
De modo similar a san Pablo, san Juan emplea la metáfora
nupcial para explicar la alianza de Dios. También en san Juan el novio no es simplemente
Dios, sino Cristo. Para san Juan el tiempo presente del mundo constituye un
único y gran tiempo en que la novia espera al novio. Por eso concluye el
Apocalipsis con las palabras:
"Yo, Jesús, envié a mi
Ángel a vosotros con este testimonio acerca de las Iglesias. Yo soy el retoño
que desciende de David, el astro brillante de la mañana. El Espíritu y la novia
dicen: ven. El que escuche diga: ven" (Ap 22,16s).
Y reitera:
"El que atestigua todo
esto dice: sí; vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús.
Kentenich Reader. Tomo 2, Pgs. 63 y
ss