miércoles, 30 de enero de 2013

Tres proyecciones de la Providencia de Dios Padre



Una sana teología católica contempla tres proyecciones de la fe en la divina Providencia: hay una divina Providencia general, otra especial y, por último, una especialísima.

Providencia en sentido general

El libro de la Sabiduría (Sb 14,3) nos dice: «Y es tu Providencia Padre, quien guía» el universo. ¿De qué nos está hablando la Escritura? De que Dios, por su bondad, su poder y fidelidad, guía todas las cosas hacia su fin, tanto a los pájaros que vuelan por los aires, como a las plantas y a la azucena en flor. Esta es la Providencia general en el más amplio sentido de la palabra. ¿Soy yo también objeto de esta Providencia general? ¡Sin duda! Pero soy todavía más: como persona soy objeto del amor especial de la persona del Padre del cielo. Por esto hay además una:

Providencia en sentido estricto

Los teólogos dicen que el objeto de la Providencia especial son seres espirituales los que han recibido la gracia. A ella se refieren todos los pasajes del Nuevo y del Antiguo Testamento que comparan al Padre del cielo con una gallina, una madre, etc. Cotejemos esas perícopas y meditémoslas regularmente. Si alguna vez alguien confecciona su propio libro de meditaciones, sería bueno que espigase en esos lugares de la Biblia.

Observen la belleza de las imágenes: el niño descansando sobre el pecho materno; o bien acunado en el regazo de su madre (Is 66,11-13); la madre que es incapaz de olvidar a su hijo… y aunque lo olvidase, «Yo no te olvido» (Is 19,15). Y en el Nuevo Testamento, la imagen de la gallina y sus pollitos (Mt 23,37; Lc 13,34); la de los lirios del campo y las aves del cielo (Mt 6,26 ss). El Padre cuida de ellos ¡cuánto más no lo hará con vosotros, hombres de poca fe! El Padre se preocupa hasta de nuestras más pequeñas necesidades. En la edad de oro de Israel, había una Providencia especial para el pueblo; Dios amaba más bien al pueblo en general y no tanto al individuo en particular. El Nuevo Testamento no se cansa de repetir que el Padre ama a cada hombre y se preocupa de sus más pequeñas necesidades. Deberíamos recibir estas cosas como un "nuevo Evangelio". Hay aún una:

Providencia especialísima

Es la que vela por aquel hombre que pertenece a los escogidos, a los que obtienen la gracia de la perseverancia; los que no sólo han recibido la gracia sino que alcanzan finalmente la gloria. Y ahora se plantea la difícil cuestión de si uno mismo puede contarse entre los que son objeto de una "providentia specialissima". De ser así, uno pertenecería, según las palabras de san Pablo, al número de aquellos por los cuales Dios creó todo el universo (cf Rom 4,13 ss.; 1Cor 3,21-23). ¿Quién se anima a dar una respuesta a este interrogante? Yo sólo formulo la pregunta. Sea como fuere, somos objeto de la Providentia specialis, amados personalmente por Dios. En el caso de que pueda suponer que soy también objeto de la Providentia specialissima de Dios, ello querrá decir entonces que Dios me ama de manera única.

Ya saben que los teólogos que conocen e investigan estos temas con mucha mayor profundidad que nosotros, buscan criterios por los cuales se pueda suponer la pertenencia de una persona al número de los elegidos. Entre estos criterios figura el de un profundo e íntimo amor a la santísima Virgen. Se dice que éste es uno de los más seguros. Pero naturalmente nos movemos en el plano de lo que se supone, de lo relativo. El misterio no deja que descorramos su velo. Quien sea sencillamente filial sabrá saltar sobre el abismo. Por otra parte ¿por qué dudar de que los teólogos tengan razón?

(Tomado de: "Niños ante Dios". Retiro espiritual para sacerdotes en 1937, Ed. Patris, 1994, pág. 318-320. Ver también: “En las manos del Padre”, Ed. Patris, 1999, Pág. 62)

miércoles, 23 de enero de 2013

Fe, oscuridad y riesgo


Fe, oscuridad y riesgo
Texto tomado de: "Exerzitien für Theologie-Studenten", 1967.

La fe en la Providencia apunta hacia lo oscuro, hacia lo misterioso y vive de riesgos. Por eso debe alabarse como bienaventurado aquel que, por golpes del destino de toda índole, ha sido arrancado de su estado de satisfacción y seguridad burguesas y es mantenido en una situación de suspenso.
Dada la importancia de esta afirmación, poco comprendida en la vida práctica, nos vemos obligados a detenernos un poco más en ella.

La oscuridad y la audacia pertenecen a la esencia de la fe. Así nos lo enseña el texto sagrado: «La fe es la sustancia (esto es, la base de sustentación) de lo que esperamos, la prueba de las realidades que no se ven» (Heb 11,1). Newman explica este pasaje diciendo que es de la esencia misma de la fe el hacer presente lo que es invisible: el actuar por una mera esperanza como si ella fuese ya posesión plena; el atreverse, teniendo en mente esta posesión; el poner en juego la tranquilidad, la felicidad y otros bienes terrenos en espera de lo futuro.

La fe exige una entrega total
Texto tomado de: "Exerzitien für Theologie-Studenten", 1967.

La Sagrada Escritura nos propone para ello numerosos ejemplos. Todas las llamadas divinas que se señalan allí —con todo lo multiformes y variadas que puedan ser— tienen un sello común característico: conducen a la oscuridad al que ha sido llamado y exigen de él la audacia heroica de la obediencia. Así sucedió con Abraham. La Carta a los Hebreos, hace notar que "salió sin saber a dónde iba", y que él y los demás patriarcas «murieron todos sin haber conseguido el objeto de las promesas, viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose extraños y forasteros sobre la tierra» (Heb 11,6-13). Extraños y forasteros, porque aún no pueden llamar suya la tierra de la promesa. Aquí se destacan nítidamente las dos señales características de la fe ya descritas: la oscuridad y el carácter de riesgo.

Para comprender ambas debidamente, podemos recordar que Dios exige de los suyos simplemente la entrega total de toda la persona: de la inteligencia, de la voluntad y del corazón. En una ocasión, Jesús aclara este hecho a los apóstoles mediante un ejemplo sacado de la vida cotidiana: «¿Quién de vosotros que quiera edificar una torre no se sienta primero a calcular los gastos y a ver si tiene para acabarla? No sea que, habiendo puesto los cimientos y no pudiendo terminar, todos los que lo vean se pongan a burlarse de él, diciendo: este comenzó a edificar y no pudo terminar» (Lc, 14,28-30). Y entonces viene la aplicación en forma de una ley inmutable en el reino de Dios: «De igual manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33). Esta renuncia total significa para la fe renuncia a una claridad sin nubes, a la seguridad y al amparo terrenales. Aplicado esto a la fe en la Providencia, en el lenguaje de San Crisóstomo, significa: Dios no lo ha dejado todo en la oscuridad, para que no sostengas que no existe la Providencia; pero tampoco lo ha hecho todo asequible al conocimiento, para que la altura del conocimiento no te lleve a una orgullosa sobrevaloración de ti mismo. Gregorio Nacianceno interpreta aun más claramente el plan de Dios. Dice:
"Éste es, desde siempre, un inexorable designio de Dios: la oscuridad que se expande ante nuestros ojos debe servirle de escondite y su gobierno del mundo debe ser, en su mayor parte, visto en acertijos e imágenes sumamente difíciles de descifrar. Esto debe ser así, por una parte, para moderar nuestro orgullo, para que ante la verdadera y altísima sabiduría suya, reconozcamos nuestra nada y nos dirijamos y aspiremos sólo a él, para ser iluminados por sus rayos; y, por otra parte, también para que, frente a la caducidad de lo visible y pasajero, nos orientemos hacia lo firme y permanente".

(Textos tomados del libro “Dios Presente”, Recopilación de textos sobre la Divina Providencia, P. José Kentenich, Editorial Nueva Patris, Santiago/Chile)

miércoles, 16 de enero de 2013

Fe en la Divina Providencia


Fe en Dios y fe en su Providencia son inseparables
(Texto tomado de: "Brasilien Terziat", 1952/53)

Una vida inspirada por la fe providencialista es simplemente expresión, prueba, perfección y garantía de la totalidad de la vida de fe. De aquí se deduce que, quienquiera debilite nuestra fe providencialista, hace vacilar todo el edificio de nuestra fe; quien la fortalezca, reanima y vitaliza la totalidad de la vida de fe.

Citamos algunas afirmaciones que expresan claramente esta convicción. San Agustín declara: «No se puede imaginar una religión sin que al menos se crea en esto: que hay una providencia divina que vela solícita sobre nuestra alma». Lactancio afirma: «Dios y la Providencia están tan íntimamente unidos que el uno no puede existir sin lo otro, ni tampoco se les puede pensar separados. Quien niega la Providencia, niega a Dios. Y quien cree que hay un Dios, tiene también que creer en la Providencia».

La fe en la divina Providencia debe estar informada por la caridad
(Texto tomado de: "Exerzitien für die Schoenstattpatres", 1966)

Cuando hablamos de fe, siempre nos referimos con ello a una fides caritate formata. Esto significa que abarcamos simultáneamente las tres virtudes teologales. La fe viva incluye en sí la esperanza y la caridad. En san Pedro vemos encarnadas precisamente estas tres virtudes, en ese instante en que él salta al agua (para ir al encuentro del Señor que se acercaba a su barca caminando sobre el agua). La fe no es entonces para él sólo un acto del intelecto; la fe es para Pedro un acto de entrega total del hombre total, especialmente del corazón, a Dios, en este caso, al Señor.

Ya saben ustedes lo que les diré ahora. Mientras Pedro cree sencillamente y tiende hacia el Señor con todo su ser, avanza con paso tranquilo sobre las olas del mar; en el instante en que empieza a dudar, empieza también a hundirse. Y entonces, la llamada: «¡Señor, ayúdame que me hundo!» ¿Entienden lo que esto significa? Donde el fundamento de las tres virtudes teologales se ha perfeccionado con los dones del Espíritu Santo, allí tenemos una seguridad única.

En una ocasión, en verdad en muchas ocasiones, llamé a esto la seguridad del péndulo. Una seguridad de allá arriba, no una seguridad de aquí abajo. Una seguridad en el corazón de Dios, una seguridad en el Dios del amor, una seguridad en el convencimiento de que el Padre Dios me sostiene. Y él tiene una tarea que me ha encomendado y él cuida de que yo cumpla esta tarea o, mejor dicho, él cumple esta tarea a través mío.

La fe práctica, el problema más difícil para el cristiano
(Texto tomado de: "Studie", 1956)

El problema más difícil para el cristianismo actual es la fe práctica en la divina Providencia. Con toda intención, no hablo de la fe providencialista en general. A muchos no les es difícil creer en la divina Providencia, tal como se ha mostrado en los siglos pasados. La dificultad profunda y estremecedora comienza cuando, aquí y ahora, es decir, en el acontecer del mundo actual, se habla de un plan de amor, de la sabiduría y del poder divinos, o de un Padre Dios que mantiene las riendas del acontecer histórico y que quiere llevar todas las cosas a un fin claramente conocido y querido. Eso es lo que llamamos fe práctica en la Providencia.

(Textos tomados del libro “Dios Presente”, Recopilación de textos sobre la Divina Providencia, P. José Kentenich, Editorial Nueva Patris, Santiago/Chile)

miércoles, 9 de enero de 2013

La fe, una nueva visión


La fuente cognoscitiva, la luz que nos ilumina toda la oscuridad del tiempo, es la sencilla fe sobrenatural que cobra particular eficacia en la fe práctica en la Providencia. El Espíritu Santo nos ayudará a recorrer seguros y victoriosos, guiados por el hilo de la divina Providencia, el camino hacia el cielo, haciendo realidad los planes secretos de Dios y venciendo toda oscuridad, todos los abismos, todos los peligros que nos amenazan.

El apóstol Pablo dice en una oportunidad: "Justus meus ex fide vivit" (Rom 1,17), el justo vive de la fe. ¿Qué quiere decir esto? Luego de tener fe, luego de haber sido justificados, luego de ser hijos de Dios y de haber recibido simultáneamente con la filiación divina la fe, la esperanza y la caridad —las virtudes teologales— deberíamos vivir también de acuerdo a la fe, vivir de la fe.

Hablando de la fe, no debemos olvidar que no se trata de un acto de la razón sino de la "fides caritate formata", es decir, de una fe que abarca al hombre integral, de una fe que es perfeccionada por la esperanza y la caridad y que impulsa a todo el ser humano hacia el corazón de Dios, hacia la persona del Dios vivo.

Todos vemos lo creado. Pero quien ve la creación a la luz de la fe, ve en ella una obra maestra de Dios, la manifestación del poder divino, de la majestad divina.

El Dios espiritual ha creado lo sensible, para atraernos a través de ello. Toda creatura, todo prójimo, es un anzuelo que Dios usa para atraerme.

¡Qué trascendental es cultivar el espíritu de fe, doblemente… en un orden social pluralista donde están confusamente mezclados hombres de las actitudes fundamentales más diferentes! Si entonces la fuerza y la gracia de Dios no alumbran lo interior, hasta lo subconsciente, para luego iluminar nuevamente desde el individuo esclareciendo todo el acontecer mundial, veremos cuán rápidamente se derrumbarán la fe y el espíritu de fe.

El espíritu de fe nos regala una predisposición positiva para Dios. Esto no presupone que las cosas que nos rodean nos señalen a Dios inequívocamente, pero si mi vida emotiva está predispuesta para Dios, es lo mismo que si estuviera predispuesta para un ser humano. ¡Cuán rápidamente encuentro entonces el camino hacia Él! ¡Cuán rápidamente lo comprendo! Esta predisposición nos da un singular instinto de percepción sobrenatural para las cosas divinas.

Cuando falta el espíritu de fe, lógicamente se despierta y está viva la predisposición negativa; entonces instintivamente, se buscan una cantidad de otras causas y motivaciones.

La fe me da una singular seguridad instintiva. El instinto me ayuda a descubrir y palpar continuamente al buen Dios en la vida diaria. Y esto es muy importante hoy día, pues la humanidad moderna está en camino de explicar la vida prescindiendo de Dios.

El espíritu de fe siempre me da la fuerza, el ánimo, la capacidad de tomar partido por Dios en todas las situaciones. La fe dice: ¡sí, Padre, sí, hágase siempre tu voluntad!

El hombre que cree en la Providencia es el hombre clarividente, el hombre de una visión amplia, profunda, global. Tenemos que ver cosas que otros no ven pues la fe nos revela una realidad.

Tenemos que llegar a ser hombres de una visión amplia y profunda; esto quiere decir prácticamente: la fe en la Providencia debe haber llegado a ser nuestra segunda naturaleza. Así podremos repetir con san Pablo: "El justo vive de la fe" (Rom 1,17). Él quiso decir: los que han pasado por mi escuela… puede ser que no se destaquen por el genio, pero tienen un carisma: son personas de fe. Este debería ser también nuestro orgullo.

Ya que la luz de la fe se ha apagado en innumerables almas, nosotros tendríamos que empeñarnos en ver una llamada de Dios en las cosas más pequeñas de la vida diaria. Debemos tomar en serio las palabras: "¡Absolutamente nada sucede por casualidad, todo procede de la bondad de Dios!", sea lo que fuera; alegrías, sufrimientos… El espíritu de fe nos dice claramente: todo está en el plan de Dios.

La fe práctica en la Providencia es, sin más ni más, expresión, florecimiento y seguridad de toda la vida de fe. De esto se concluye: quien debilite nuestra fe en la Providencia, hará tambalear todo el edificio de nuestra fe; quien la robustece lo vivificará y animará.

Aún cuando nuestra visión haya sido esclarecida por la fe, el misterio del divino gobierno del mundo, queda vedado a nuestras miradas. Por eso dijo Lacordaire: "¡Sólo en la eternidad comprenderemos la divina Providencia en lo más profundo!"

(Texto tomado de “Dios ¿dónde estás?”
- Aforismos, recopilados de conferencias y escritos del padre José Kentenich,y publicados el 18 de octubre de 1972)

miércoles, 2 de enero de 2013

Oración para la Navidad



Yo creo, oh mi Dios, aunque Tú vengas a mi encuentro en el semblante de un niño. Yo creo porque tu amor ha deseado vivamente este misterio, y porque tu amor, que es infinitamente grande, ha sido capaz de realizar tales y tan increíbles cosas.

Yo te adoro, porque Tú, el Dios eterno, estás en medio de nosotros en el prodigio misterioso de un niño. Por eso doblo mi rodilla y adoro tu santa voluntad, aunque muchas veces sea tan difícil comprenderla.
Yo adoro tu gloria, que actúa en nuestra familia, que actúa en la iglesia de Dios hasta el final de los tiempos. Oh Dios, yo adoro y me someto a tus santas palabras y a tu santa ley; porque Tú solo eres digno de adoración en mi vida, en nuestra familia y en el historia del mundo.

Yo te amo con toda la sencillez y pequeñez de mi corazón. A un niño se le abraza con el corazón y el respeto para cobijarlo. Nosotros te amamos con un auténtico corazón humano, nosotros te amamos con aquel amor sobrenatural con el que nos regalamos a Dios Padre, al Eterno Amor.

Niño Divino, deja que me sienta cobijado en el milagro de tu encarnación humana, en el milagro del niño que se nos regala, y que eres Tú. Deja que me sienta seducido por el milagro de tu santo amor. Y que tal como Tú te has hecho un niño, permite que yo también sea un niño, un hijo de Dios ahora y en la eternidad. Amén.

(Tomado del archivo personal del primer curso del Instituto de Familias de Schoenstatt, Alemania)