martes, 31 de diciembre de 2013

Schoenstatt, una espiritualidad mariana, cristomística y patrocéntrica


Somos una comunidad que se siente miembro vivo de la Iglesia y se rige cuidadosamente por el orden de ser objetivo; y en todas las circunstancias se atiene a la idea de organismo. Por todo eso nuestra consigna a la hora de construir, de desarrollar un estilo de vida y de fijar el norte, no puede ser otra que: "Ad Patrem". De ahí que aquello que el Espejo del Pastor repite innumerables veces deba ser propuesto como ley fundamental de nuestra espiritualidad schoenstatiana:

Únenos en santa triunidad,
y así caminaremos
en el Espíritu Santo
hacia el Padre.

La triunidad de la cual se habla aquí, abarca al alma, a la Santísima Virgen y al Señor: los tres orientados hacia Dios Padre. De este modo comprendemos una tercera realidad: la imagen que tiene Schoenstatt de la Santísima Virgen y del Señor está fuertemente marcada por el patrocentrismo. Dicho más exactamente: nuestra imagen del Señor presenta tres dimensiones; nos resplandece sobre todo desde tres puntos de vista: nos fascina preferentemente la relación fundamental de Jesús con su Padre, con su Madre y con las almas inmortales. O dicho con otras palabras: nuestra imagen de Jesús tiene un tono mariano y apostólico y está orientada patrocéntricamente. O bien: nos ha fascinado la unión de Jesús con su Padre, con su Madre y con las almas. De esta forma señalamos con mayor precisión el norte de nuestra vida y de nuestro empeño ascético. Y no descansaremos hasta asociarnos al Señor en lo que hace a estas tres actitudes fundamentales suyas.

Para con el Padre, Jesús es, por excelencia, el Hijo de Dios unigénito hecho hombre. Jesús contempla y trata a su Madre como su compañera y colaboradora ministerial y permanente en toda la obra de la redención. Para las almas inmortales Jesús es, en todas las etapas de su vida terrenal y gloriosa, el redentor, el que las conduce a la beatitud.

Si además recordamos aquellas palabras de San Pablo: "Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí", sabemos lo que eso significa para nosotros en particular.

En razón de la íntima biunidad de Cristo con su Madre, nuestra imagen del Señor determina simultáneamente nuestra imagen de la Santísima Virgen. En efecto, la Santísima Virgen se nos aparece como la mujer formada por Cristo y la mujer que forma a Cristo [en nosotros]. En ambos casos siempre en Cristo y con Cristo orientada hacia el Padre.

En este punto observamos, nuevamente, cuán rica es la labor de educación y formación que se propone llevar a cabo el Año schoenstatiano del Padre. Labor de formación que exige una cuidadosa elaboración de la imagen de María y de la imagen del Señor que posean los contornos aludidos. La formación apunta a que el formando, en cuanto a sus actitudes y a su vida misma, tome esas dos imágenes como modelo, y lo haga con una profundidad cada vez mayor. Así hallará el camino hacia el Padre de la manera más perfecta posible y día tras día cobrará más y más sentido la súplica:

Únenos en santa triunidad,
y así caminaremos
en el Espíritu Santo
hacia el Padre.

Afortunadamente en esta empresa no contamos solo con nuestras propias fuerzas. La MTA es consciente de la gran tarea pedagógica que debe desplegar desde su santuario. Estén seguros de ello. Tanto la gracia del arraigo como la de la transformación interior apuntan claramente en dirección del patrocentrismo.

A la luz de estas reflexiones constatamos el error en el que incurren quienes al juzgar nuestra espiritualidad piensan que nosotros seríamos unilateralmente marianos. No es ése el caso. Nuestra espiritualidad es mariana, pero a la vez cristomística y patrocéntrica, más aun, trinitaria. Ésa es, a la vez, la actitud fundamental de Pallotti. 
Repasen la "Oración de los Jefes", del Hacia el Padre. En la nota preliminar se lee: "Según el ejemplo de Pallotti, la oración se empeña en valorar especialmente el amor a la Santísima Trinidad y a los misterios de nuestra Redención". La oración misma está dirigida a la Santísima Virgen:

Dígnate usarla [a nuestra pequeña comunidad]
como fiel instrumento
donde haya que rechazar enérgicamente
el espíritu del Demonio;
transfórmala en fiel guardia de Cristo
y se destaque siempre
por su sentido apostólico.
Ella anuncie el amor a la Santísima Trinidad;
teja en torno de la cruz
las más hermosas coronas de laurel;
como respuesta a los tiempos,
regala por ella a la Iglesia
una verdadera santidad de la vida diaria.

(Tomado de las "Chroniknotizen", pp. 181-183, Ver “Kentenich reader III”).


miércoles, 25 de diciembre de 2013

La ternura de Dios


Prueba de la vinculación divina existente entre providentia generalis et specialis: la persona de Cristo

Dios permitió que su Hijo Unigénito asumiera naturaleza humana con todas las inclinaciones y pasiones humanas nobles. "Et verbum caro factum est et habitavit in nobis"… Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Dios lo hizo para convencernos a nosotros, los hombres, y para mostrarnos que, a pesar de abarcar todo el acontecer mundial, de la plenitud de sus infinitas perfecciones, de la insobornabilidad e inexorabilidad de su verdad y justicia y de la incolumidad de su santidad, y de abrazar amorosamente toda la creación, le tiene cariño a cada individuo y se interesa personalmente hasta por las mínimas cosas.
En el Dios hecho hombre se hace sensible, se encarna, su misterioso interés muy personal por cada individuo. Un interés que nos cuesta comprender dada su espiritualidad e inmutabilidad.

El rostro del Padre vuelto hacia nosotros

El Unigénito, que representa el rostro humano del Padre eterno vuelto hacia nosotros, nos revela de manera sensible y palpable, de modo auténticamente humano, cómo concebir humanamente el interés espiritual de Dios Padre por cada individuo.

Con acierto dice del cardenal Newman:

«Admirable y adorable es ciertamente esa condescendencia con la cual él viene en ayuda de nuestra debilidad. Dios toma en consideración esa debilidad y la socorre precisamente de la misma manera como ha obrado la redención de las almas. Para que comprendamos que él, a despecho de sus misteriosas e infinitas perfecciones, dispensa una atención y cariño especiales a cada individuo, asumió los pensamientos y sentimientos de nuestra propia naturaleza, los cuales, como todos sabemos, son capaces de tal cariño personal. Al hacerse hombre, despejó las dificultades y dudas de nuestra razón al respecto, poniéndose él mismo en nuestro lugar».

La misteriosa vinculación entre ‘providentia generalis et specialis’: El amor de Dios para con nosotros es tierno y atento

El interés personal de Dios por nosotros presenta sobre todo dos cualidades: es infinitamente tierno y atento. Vale decir que el Padre nos ha regalado en su divino Hijo un espejo (por decirlo así) que nos refleja y hace comprensible su amor paternal infinitamente tierno y atento, aun cuando no podamos entender con mayor precisión cómo ese hondo cariño de Dios se armoniza con sus otras cualidades. Pero si por un lado recordamos lo que decían Pascal y Santo Tomás sobre la tensión y la armonía, y sobre la virtudes complementarias de la verdadera santidad, tal como se aprecia dichas virtudes en los reflejos humanos de quien es la santidad absoluta, y por otro lado suponemos que en Dios todo tiene medidas infinitas, entonces la razón que piensa abstractamente será capaz de ver cómo opuestos aparentemente irreconciliables se funden en una unidad.

Gustar el amor que Cristo nos tiene

Quien quiera experimentar en su corazón el amor, el cariño personal de Dios, que no se dé por satisfecho con tales reflexiones abstractas, ni tampoco con las enseñanzas de las Sagradas Escrituras sobre la providentia divina specialis, ni con la cuidadosa meditación, habitual entre nosotros, de las misericordias de Dios en la propia vida y en la historia de la Familia. Más bien ha de avanzar y entender, gustar y responder la cálida afectividad de Jesús como expresión palpable del amor paternal de Dios. Es como si Jesús nos dijese también en éste punto: "El que me ve, ve al que me envió", "nadie va al Padre si no es por mí".
Nadie comprende en profundidad el amor del Padre, amor que se interesa personalmente por el individuo, si no lo ve reflejado en la imagen del Unigénito.

Sobre la cualidad: tierno

Quizás a la sensibilidad moderna le resulte chocante aplicar el término "tierno" a Jesús y su relación con los hombres. Si no hay más remedio, prefiere entonces hablar de "ternura del amor". Teniendo en cuenta esa resistencia, nosotros utilizamos a propósito el término "tierno", en parte porque expresa mejor de qué se trata y contribuye eficazmente a superar concepciones falsas sobre Dios y el Hijo de Dios, y en parte porque capta de modo más duradero la atención del hombre moderno influido por el colectivismo.

Por lo demás lo encontramos tanto en los textos de los místicos medievales como en los del gran cardenal Newman. Fácilmente el filósofo percibe en el término "tierno" el amor affectivus y en "atento" el amor effectivus.


(Tomado de la carta del padre Kentenich al padre general Turowski, comenzada el 8.12.1952 (editada por Heinrich M. Hug con el título "Nüchterne Frömmigkeit", Berg Sion, 199, pp. 445-448. Ver “Kentenich reader III”).

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Aseméjanos a tu imagen (2)


María: nuestro ideal

Si pensamos en la imagen de la Santísima Virgen, tenemos que decir y sostener que ella fue y permaneció libre del pecado original y de la más triste de sus consecuencias: la escisión interior; lo que llamamos concupiscencia, la concupiscencia enfermiza. El apetito concupiscible permaneció en ella, tal como en Cristo, pero no era concupiscencia maligna: "Todo lo viejo ha pasado". Así como María fue creada y pensada por Dios en esta situación excepcional, así también seremos nosotros un día. Esta es la meta a la que aspiramos. ¡Aseméjanos a tu imagen! ¡Queremos reflejarnos en tu imagen! Así como el pecado original nunca te tocó y su consecuencia más triste permaneció lejos de ti, así también la misma gracia que a ti te hizo libre, con el tiempo debería librarme a mí cada vez más, hasta alguna vez en el cielo llegar a encarnar de la forma más perfecta posible esa imagen: tu imagen.

San Pablo profundiza su pensamiento predilecto en otro pasaje. Para comprender mejor debemos recordar que su tarea de vida consistía en procurar que para hacerse cristiano no fuera preciso hacerse antes judío. Por eso la enérgica afirmación: en Cristo Jesús ―se trata siempre del mismo pensamiento medular― no tienen valor ni la circuncisión ―como lo exigían los judíos― ni la no-circuncisión. Lo único que cuenta es ser en Cristo Jesús. (Cf. Rom 8,1.2.10; 1Cor 1,30; 7,19; 2Cor 5,17; Gal 3,27.28; 5,6; 6,15; Col 2,6-12).

María: criatura del paraíso

Con el transcurso del tiempo, aplicando este gran pensamiento "en Cristo Jesús" a la imagen de la Santísima Virgen, se acuñó la siguiente expresión: durante toda su vida la Santísima Virgen fue por antonomasia la singular criatura paradisíaca. El cardenal Faulhaber formuló en el mismo sentido la hermosa expresión: ella es la única reliquia del paraíso. Si quisiéramos ponderar este concepto con mayor exactitud, deberíamos mostrar también cómo en cierto sentido ella era aún más perfecta ―de todos modos distinta― mejor y más espléndidamente dotada que Adán y Eva en el paraíso.

¡Criatura del paraíso, reliquia del paraíso! Ella es más que la criatura del paraíso per eminentiam, de modo extraordinario; ella es también la puerta del paraíso. Puerta es un acceso que debe ser abierto cuando se quiere ingresar a un recinto. ¿Quién es por antonomasia el paraíso, cuya imagen humana más perfecta es la Virgen María? Es Cristo, el Redentor. María es por su "sí" el acceso a Cristo; ella es la puerta a Cristo en nuestra vida. Si queremos conformarnos según Cristo y conformar el mundo según Cristo, entonces la Santísima Virgen debe volver a dar su "sí". El ideal ―con esto tenemos una nueva formulación― dice así: queremos ser criaturas del paraíso y puertas del paraíso.

María: la Inmaculada

Tiempo atrás se encontraron en Roma un teólogo católico y un ateo, un panteísta. Entablaron conversación y, de pronto, el panteísta comenzó a hablar sobre las verdades católicas; en particular, sobre los dogmas católicos, deteniéndose en la imagen de la Inmaculada. Reverendo Padre  ―le dijo― si yo pudiera creer y aceptar el credo cristiano, lo haría sobre todo por la imagen de la Inmaculada. El teólogo preguntó asombrado qué relación existía entre lo uno y lo otro. Obtuvo la siguiente respuesta: Padre, yo he viajado mucho por todo el mundo. Lo conozco, y sé también cuán inmundo es el torrente de pecados que lo atraviesa. Ustedes, los católicos, miran a la Virgen María, la alaban y la ensalzan como la criatura paradisíaca, como el ser humano íntegro. Esto significa para mí una distensión interior: aún existe una persona ―aunque sólo sea una― que encarna el ideal del ser humano. ¡Deo gratias! A pesar de mis horrendas experiencias de otro tipo, nuevamente puedo creer en el ideal del hombre.

Mis queridos fieles, esta es la enseñanza de San Pablo. Aplicando a la Santísima Virgen su concepción del hombre nuevo, tenemos que ella es, por antonomasia, "en Cristo Jesús" el inalcanzable e insuperable ideal de hombre conformado según Cristo y que conforma también el mundo según Cristo.
Llevemos con nosotros esta pequeña gotita de verdad a la vida diaria e hincándonos ante la imagen de la Inmaculada recemos nuevamente:

Aseméjanos a ti y enséñanos
a caminar por la vida tal como tú lo hiciste:
fuerte y digna, sencilla y bondadosa,
repartiendo amor, paz y alegría.
En nosotros recorre nuestro tiempo
preparándolo para Cristo Jesús. (H.P. est. 609).

(Tomado de “Aseméjanos a tu imagen”, Plática del Padre Kentenich del 16 de diciembre de 1962 – del archivo digital del Instituto de Familias de Schoenstatt)

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Aseméjanos a tu imagen (1)

Mis queridos fieles:

La liturgia de adviento quiere despertar en nosotros, hombres modernos carentes de redención y esclavizados a lo terrenal, un cálido anhelo por el Señor y por el ideal del hombre redimido, tal como se nos muestra en la imagen de la Santísima Virgen en forma insuperablemente perfecta. Así se entiende por qué la liturgia, ya desde el comienzo del tiempo de adviento, nos presenta la imagen de la Inmaculada. ¿Qué quiere alcanzar con esto? Nos quiere incitar a orar una y otra vez:

Aseméjanos a tu imagen…
Queremos reflejarnos en tu imagen
y volver a sellar nuestra alianza de amor.
A nosotros, tus instrumentos,
en todo aseméjanos a ti
y en todas partes por nosotros
construye el reino de Dios. (H.P. est. 180).

"Queremos reflejarnos en tu imagen", es evidente que queramos aceptar gustosos esta invitación. Queremos reflejamos en tu imagen ―¡en tu imagen!― y confrontarla con la imagen opuesta. Nosotros somos esa imagen opuesta, o, si preferimos, una cierta réplica de la imagen original e ideal. ¿Cómo es esta imagen ideal? La Iglesia, en diversas ocasiones nos pinta en vivos colores la siguiente imagen: Tota pulchra es, Maria, toda hermosa eres, oh María, no hay mancha alguna en ti. ¿Y la imagen opuesta? ¿Quién puede decir algo semejante de sí mismo? ¡Aseméjanos a esa imagen! es el más grande anhelo que podemos expresar.

"Queremos reflejarnos en tu imagen". Nuevamente nos preguntamos: ¿cómo es esta imagen? La Iglesia pone en nuestros labios el canto de alabanza: Tu gloria Jerusalén, tú eres la gloria, la alegría, la alabanza de tu pueblo. Esta es la imagen ideal. ¿Puedo decir lo mismo de mí? ¿Soy en realidad la gloria de la sociedad humana? ¿Puede esta sociedad, pueden mi familia y mis parientes, cantarme un cántico de alabanza, considerando mi forma de ser y de actuar, como si toda mi persona fuera la flor más bella de la sociedad humana?

Pulchra ut luna: hermosa como la luna; escogida como el sol; temible como un ejército dispuesto a la batalla. Así se nos presenta la imagen de la Santísima Virgen.

Aseméjanos a tu imagen…
Queremos reflejarnos en tu imagen…

¿Se puede decir algo semejante de mí? Repito que lo máximo que podemos decir de nosotros mismos es, en el mejor de los casos, que en nuestro corazón existe el anhelo de encarnar un canto de alabanza semejante; de encarnar y reproducir esta imagen ideal.

Mis queridos fieles ¿existe realmente en nosotros un sentido para esto; en nosotros, hombres modernos carentes de redención; que permanentemente volvemos la vista hacia abajo; que una y otra vez despertamos la sensibilidad de nuestro corazón con cosas terrenales; que estamos en peligro de perder cada vez más el sentido para el más allá, para todo lo divino? Por eso les pregunto: ¿reproducen realmente estas alabanzas lo que está vivo en nuestra alma y que quiere estarlo cada vez más y más?

Queremos reflejarnos en tu imagen
y volver a sellar nuestra alianza de amor.

Recordemos que en virtud de la alianza de amor que la Santísima Virgen ha sellado con nosotros, ella ha asumido la obligación de moldearnos y de formarnos según su imagen. Aquello que no podemos; aquello que no logramos realizar nunca, a pesar de habernos esforzado al máximo, eso nos lo tiene que regalar ella en virtud de la alianza de amor. Ella debe cuidar y cuidará que así sea.

Queremos reflejarnos en tu imagen
y volver a sellar nuestra alianza de amor.

Por eso sellamos y renovamos esa alianza de amor: para que, a causa de nuestro desvalimiento, se despierte siempre de nuevo la misericordia divina y actúe en nosotros como un imán y nos haga más y más semejantes a la imagen de la Santísima Virgen.

Queremos reflejarnos en tu imagen
y volver a sellar nuestra alianza de amor.
A nosotros, tus instrumentos,
en todo haznos iguales a ti.

Digamos mejor: en todo aseméjanos a ti.

A nosotros, tus instrumentos,
en todo haznos iguales a ti.

¿Qué debe hacer ella? Volver a construir a través nuestro el reino de Dios en el confuso y convulsionado tiempo actual.



(Tomado de “Aseméjanos a tu imagen”, Plática del Padre Kentenich del 16 de diciembre de 1962 – del archivo digital del Instituto de Familias de Schoenstatt)

miércoles, 4 de diciembre de 2013

María Inmaculada

Una gran señal apareció en el cielo (Ap 12,1)

"Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida del sol,
con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza" 
(Ap 12,1).

Retrocedamos cientos de años, al cristianismo primitivo. Encontramos a San Juan, el discípulo amado del Señor, el gran obispo y confesor. Se halla desterrado, en la isla de Patmos. Su mirada aguda escudriña la inmensidad del mar. Repentinamente ve un cuadro maravilloso. Delante de él está una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza. Su alma es presa de silenciosa admiración. Nos ponemos al lado del apóstol para acoger en nosotros cada uno de los rasgos de la bendita entre las mujeres, de la Inmaculada Concepción, de la Virgen de las vírgenes.

La Santísima Virgen está vestida del sol. ¿Quién es el sol? Es Cristo, el gran rey: la luz. Quien se expone mucho a la luz, se transforma en luz. En cuanto Cristo es la luz, María santísima es, legítimamente, la portadora de la luz, la reina de la luz.

Ella quisiera irradiar todo lo que el Dios infinito le dio. Es hija del sol, es portadora de Cristo, porque de modo femenino, en cuanto humanamente es posible, personificó a Cristo con todas sus magnificencias.
Nosotros también debemos ser portadores del sol. Llevamos el sol en nosotros. El sol es Cristo… Nuestro ideal es recorrer el tiempo actual como portadores del sol.

La Inmaculada pisa la luna. La luna es signo de la volubilidad, de la inconstancia. La Madre de Dios está por encima de esos defectos, porque está arraigada y fundamentada en Dios, en las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad.

"¡Con la luna bajo sus pies!" En María santísima no se dio la inconstancia, la inseguridad de nuestro ser, que nos provoca tanto sufrimiento… Ella es como una creatura de otro mundo. Es la imagen ideal de nuestro ser humano. Personifica lo que anhelamos fervientemente en momentos de silencio, tanto más cuanta más edad tenemos.

También en virtud de su vida de amor tan plena, María la Inmaculada, se yergue, grande y noble, pisando la luna. Amó intensamente al Redentor, hijo suyo, esposo también de su alma; lo amó no solo de palabra, no sólo afectivamente, sino con obras. Lo siguió paso a paso en su peregrinar, lo acompañó en todas las estaciones del Vía Crucis hasta el Calvario.

En su cabeza lleva una corona de estrellas. Son las estrellas de sus virtudes, de las virtudes teologales y morales… Ella siempre se orientó por las estrellas… Nosotros también debemos hacerlo, tenemos que tener ideales, ideales grandes que iluminen nuestra vida.

"¿Quien es esta que surge cual la aurora, bella como la luna, refulgente como el sol, majestuosa como un ejército en orden de batalla?" (Ct. 9).

"Bella como la luna…" La luna es portadora de luz. La Madre de Dios quiere ser portadora de la luz y lo es. Ella refleja la luz que recibió de Cristo, tal como la luna refleja la luz del sol. Ella es portadora de la luz, portadora de las magnificencias que, de forma extraordinaria, están encarnadas en la persona de Jesucristo. ¿Y nosotros? Tenemos que acoger sus magnificencias y hacer que brillen a través de nosotros.

"Refulgente como el sol…" La Madre de Dios fue elegida por Dios para una tarea extraordinaria y singular. Lo que realizó en su vida, es único por su grandeza. No es sólo portadora de Cristo, ella también lo dio a la luz y nos lo entregó.

"Majestuosa como un ejército en orden de batalla…" ¡Qué fuerte suena precisamente esta expresión hoy en día, cuando la influencia diabólica es tan operante que hace necesaria una movilización de las fuerzas contrarias! ¿Y quién es la persona llamada a aplastarle la cabeza a la serpiente? Lo sabemos; es ella, la "temible… como un ejército en orden de batalla". 
Y una vez más es la imagen de la Inmaculada la que se nos presenta. Ella, con un leve movimiento le pisa al demonio la cabeza. Esa es también nuestra tarea. Debemos colaborar con ella superando en nosotros mismos la influencia diabólica. Es la gran misión que tenemos. Y en cuanto la Madre de Dios esté con nosotros, seremos "temibles como un ejército en orden de batalla".

Ojalá que la expresión "Bella como la luna, refulgente como el sol, majestuosa como un ejército en orden de batalla", nunca pierda su vigor en nuestro espíritu. Que quien nos vea, donde sea que estemos o actuemos, encuentre en nuestra persona, en todo nuestro ser, una indicación hacia la persona, el ser y la misión de la bendita entre las mujeres.

"Ella te pisará la cabeza…" (Gen 3,15).
Es el gran signo que se alza en el umbral de la historia de la humanidad. Un ser humano, un ser femenino pisará esta tierra con sus pies puros y traerá en sí misma una parte del paraíso perdido: la Madre de Dios. Ella no será tocada por la serpiente; al contrario, con sus pies puros de Madre y de Virgen aplastará la cabeza de la serpiente infernal. Es el gran signo que se alza en el umbral de la historia de la humanidad.

"Dios te salve, María…" (Lc 1,28)

¡La imagen de la Madre de Dios está allí en el umbral de la historia de la cristiandad! Pero antes debe verse la aurora. Estando de rodillas ante la imagen de la Madre de Dios, medito en silencio el saludo del ángel a María. Entonces comprendo cada vez mejor el gran signo que está en el umbral de la historia de la cristiandad. Ave, María, gratia plena. Dominus tecum. "Dios te salve, María, llena eres de gracia. El señor está contigo" (Lc 1,28). Cada una de esas palabras me llega al alma. En mi espíritu surge una imagen que responde a todos mis anhelos. Ave, María, gratia plena, Dominus tecum.

(Tomado de "María, signo de Luz", Padre José Kentenich, Ed. Claretiana, Bs. Aires, 1980)