Una gran señal apareció en el cielo (Ap 12,1)
"Una gran señal apareció en el
cielo: una mujer vestida del sol,
con la luna bajo sus pies, y una
corona de doce estrellas sobre su cabeza"
(Ap 12,1).
Retrocedamos
cientos de años, al cristianismo primitivo. Encontramos a San Juan, el
discípulo amado del Señor, el gran obispo y confesor. Se halla desterrado, en
la isla de Patmos. Su mirada aguda escudriña la inmensidad del mar.
Repentinamente ve un cuadro maravilloso. Delante de él está una mujer vestida
de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su
cabeza. Su alma es presa de silenciosa admiración. Nos ponemos al lado del
apóstol para acoger en nosotros cada uno de los rasgos de la bendita entre las
mujeres, de la Inmaculada Concepción, de la Virgen de las vírgenes.
La Santísima
Virgen está vestida del sol. ¿Quién es el sol? Es Cristo, el gran rey: la luz.
Quien se expone mucho a la luz, se transforma en luz. En cuanto Cristo es la
luz, María santísima es, legítimamente, la portadora de la luz, la reina de la
luz.
Ella
quisiera irradiar todo lo que el Dios infinito le dio. Es hija del sol, es
portadora de Cristo, porque de modo femenino, en cuanto humanamente es posible,
personificó a Cristo con todas sus magnificencias.
Nosotros
también debemos ser portadores del sol. Llevamos el sol en nosotros. El sol es
Cristo… Nuestro ideal es recorrer el tiempo actual como portadores del sol.
La
Inmaculada pisa la luna. La luna es signo de la volubilidad, de la
inconstancia. La Madre de Dios está por encima de esos defectos, porque está
arraigada y fundamentada en Dios, en las virtudes teologales de la fe, la
esperanza y la caridad.
"¡Con
la luna bajo sus pies!" En María santísima no se dio la inconstancia, la
inseguridad de nuestro ser, que nos provoca tanto sufrimiento… Ella es como una
creatura de otro mundo. Es la imagen ideal de nuestro ser humano. Personifica
lo que anhelamos fervientemente en momentos de silencio, tanto más cuanta más
edad tenemos.
También en
virtud de su vida de amor tan plena, María la Inmaculada, se yergue, grande y
noble, pisando la luna. Amó intensamente al Redentor, hijo suyo, esposo también
de su alma; lo amó no solo de palabra, no sólo afectivamente, sino con obras.
Lo siguió paso a paso en su peregrinar, lo acompañó en todas las estaciones del
Vía Crucis hasta el Calvario.
En su cabeza
lleva una corona de estrellas. Son las estrellas de sus virtudes, de las
virtudes teologales y morales… Ella siempre se orientó por las estrellas…
Nosotros también debemos hacerlo, tenemos que tener ideales, ideales grandes
que iluminen nuestra vida.
"¿Quien
es esta que surge cual la aurora, bella como la luna, refulgente como el sol,
majestuosa como un ejército en orden de batalla?" (Ct. 9).
"Bella como la luna…" La luna es portadora de luz. La
Madre de Dios quiere ser portadora de la luz y lo es. Ella refleja la luz que
recibió de Cristo, tal como la luna refleja la luz del sol. Ella es portadora
de la luz, portadora de las magnificencias que, de forma extraordinaria, están
encarnadas en la persona de Jesucristo. ¿Y nosotros? Tenemos que acoger sus
magnificencias y hacer que brillen a través de nosotros.
"Refulgente como el sol…" La Madre de Dios fue elegida por
Dios para una tarea extraordinaria y singular. Lo que realizó en su vida, es
único por su grandeza. No es sólo portadora de Cristo, ella también lo dio a la
luz y nos lo entregó.
"Majestuosa como un ejército en
orden de batalla…" ¡Qué fuerte suena precisamente esta expresión hoy en día, cuando la
influencia diabólica es tan operante que hace necesaria una movilización de las
fuerzas contrarias! ¿Y quién es la persona llamada a aplastarle la cabeza a la
serpiente? Lo sabemos; es ella, la "temible… como un ejército en orden de
batalla".
Y una vez más es la imagen de la Inmaculada la que se nos
presenta. Ella, con un leve movimiento le pisa al demonio la cabeza. Esa es
también nuestra tarea. Debemos colaborar con ella superando en nosotros mismos
la influencia diabólica. Es la gran misión que tenemos. Y en cuanto la Madre de
Dios esté con nosotros, seremos "temibles como un ejército en orden de
batalla".
Ojalá que la
expresión "Bella como la luna,
refulgente como el sol, majestuosa como un ejército en orden de batalla",
nunca pierda su vigor en nuestro espíritu. Que quien nos vea, donde sea que
estemos o actuemos, encuentre en nuestra persona, en todo nuestro ser, una
indicación hacia la persona, el ser y la misión de la bendita entre las
mujeres.
"Ella te pisará la
cabeza…" (Gen 3,15).
Es el gran
signo que se alza en el umbral de la historia de la humanidad. Un ser humano,
un ser femenino pisará esta tierra con sus pies puros y traerá en sí misma una
parte del paraíso perdido: la Madre de Dios. Ella no será tocada por la
serpiente; al contrario, con sus pies puros de Madre y de Virgen aplastará la
cabeza de la serpiente infernal. Es el gran signo que se alza en el umbral de
la historia de la humanidad.
"Dios te salve, María…" (Lc 1,28)
¡La imagen de la Madre de Dios está
allí en el umbral de la historia de la cristiandad! Pero antes debe verse la
aurora. Estando de rodillas ante la imagen de la Madre de Dios, medito en
silencio el saludo del ángel a María. Entonces comprendo cada vez mejor el gran
signo que está en el umbral de la historia de la cristiandad. Ave, María,
gratia plena. Dominus tecum. "Dios te salve, María, llena eres de
gracia. El señor está contigo" (Lc 1,28). Cada una de esas palabras me
llega al alma. En mi espíritu surge una imagen que responde a todos mis
anhelos. Ave, María, gratia plena, Dominus tecum.
(Tomado de "María, signo de Luz", Padre José Kentenich, Ed. Claretiana, Bs. Aires, 1980)
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