Carta del padre José Kentenich del 11 de diciembre de 1916 a Josef Fischer, que estaba en el frente durante la primera guerra mundial.
Me apremia dejar todo otro trabajo de lado y dedicarle
unas líneas en respuesta a su breve misiva. No por temor, sino por preocupación
y por vivo interés. Desde la recepción de sus amables líneas he rezado ya mucho
por usted, tanto aquí, en mi habitación, como abajo, en nuestro santuario. […]
Solo es una pena que no se haya manifestado usted antes.
Podríamos haber implorado ya antes nuevas fuerzas para usted. Nuevas fuerzas,
pero no la liberación de sus dificultades. Con ello expreso de inmediato mi
posición. Por un lado, sin duda me da pena verlo sufrir y luchar de ese modo;
por el otro ‒y no
me lo tome a mal‒ no
podía darme usted noticia más grata.
Todo su pasado, en especial el más reciente, es una
prueba cierta de que nuestra Madre del cielo lo ha tomado totalmente en su
escuela, lo ha educado y quiere seguir educándolo como un luchador por su
gloria y la de su Hijo.
A través de dificultades previas, de índole más exterior,
está usted preparado para salir victorioso de luchas incomparablemente mayores
y más difíciles. Su total desvalimiento consolida el fundamento que se
encuentra inconmoviblemente afirmado en todos los verdaderos hombres de Dios.
[…] Me refiero al espíritu filial, a la humildad. No importa que yo esté o no
feliz y contento con tal que se reconozca y ame más a Dios y a María. Estoy
dispuesto a soportar […] por la salvación de las almas todos los tormentos,
todos los dolores. Este es el ánimo desinteresado y humilde para el cual, por
lo visto, nuestra Madre del cielo quiere educarlo ahora. […] Pues solo entonces
será usted en sus manos una apuesta segura, un instrumento realmente fiable al
que ella pueda confiar sin reservas la preocupación por sus tareas, queridas
por Dios. Este es un motivo de alegría mía por el tormento de su alma.
Usted ha establecido bien el contacto exterior con su
grupo. Pero si quiere usted prestarle más servicios, primeramente tiene que
haberse puesto a prueba, preferiblemente haber luchado hasta el extremo. Quizá,
a través de su valiente lucha le ahorre usted a otros [de nuestro grupo] luchas
semejantes. […] Creo que así está bien, si es que quiere y debe ser usted el
día de mañana un guía espiritual capaz.
Pero todo eso suena muy frío, muy teórico. ¿Me permite
que retire un poco el velo que recubre mi pasado? Desde mi entrada al noviciado
hasta mi ordenación sacerdotal y todavía un poco más allá tuve que superar
constantemente las luchas más frenéticas. De felicidad y satisfacción interior
no había ni el más mínimo rastro. Mi director espiritual no me comprendía y,
con mi insana orientación racionalista y escéptica de pensamiento, tenía solo
poca sustentación sobrenatural. Fueron demenciales sufrimientos interiores y
exteriores ‒quiero
decir: espirituales y, además,
también corporales‒. Quizá
le cuente más
adelante algo más al
respecto. Si yo no hubiese tenido ese desarrollo completamente anormal, no habría podido ser para vosotros lo que en
virtud de mi posición
debo ser y me he esforzado por ser. Haga usted la aplicación a su estado y a su futuro. Pero
comprenderá
usted también mi
pleno e íntimo interés en las fases de sus luchas.
Solo quiero asegurarle todavía que gustosamente lo
recuerdo en la oración. Y basta por hoy. Indicaciones prácticas recibirá usted
en siguientes cartas. Sería bueno que ahora se sentara y procurara escribirse
todas sus luchas desde el corazón. De ese modo podré aconsejarlo también con
más facilidad y seguridad, eso sin tener en cuenta que pena compartida es media
pena. Espero su amable visita con más alegría que de costumbre. […]
Un saludo cordial y mi bendición sacerdotal.
Con
sincero amor, J. Kentenich