viernes, 25 de febrero de 2022

Todo por, mediante y para el amor

 

EL AMOR COMO LEY FUNDAMENTAL DEL MUNDO, DE LA VIDA Y DE LA EDUCACIÓN

Siguiendo a San Francisco de Sales nuestro Padre Fundador habla del amor como la “ley fundamental del mundo”, no afirmando otra cosa que lo que, desde siempre (ya desde el Antiguo Testamento), ha sido objeto de énfasis en el mandamiento principal del amor. El mismo Jesús volvió a refrescar nuestra memoria al respecto. Es ese mismo mandamiento el que, en la misma escuela de Jesucristo, reapareció, fue profundizado y realizado concretamente en la figura de José Kentenich. Hoy traemos al respecto un texto tomado del conocido libro “Mi filosofía de la Educación” del año 1961.

“Para entrar en la consideración de algunos detalles, reitero: primero, toda acción de Dios resulta en él ante todo y de forma singularísima a partir del motivo del amor. Con ello no se está diciendo que en Dios no puedan actuar también otros motivos. Pero nunca ocupan el primer lugar. Todos sin excepción se encuentran en segunda línea. Esto vale también, y especialmente, de la justicia y la omnipotencia de Dios. Ambas se encuentran al servicio del amor y permanecen siempre y esencialmente en dependencia del amor. El amor las mantiene siempre y en todas partes en movimiento, y es su norma. Así debe interpretarse la primera parte de la ley fundamental del mundo: todo por amor.

Segundo, todo mediante el amor… Ésta es la segunda parte de la ley fundamental del mundo. La misma significa que Dios actúa siempre en el mundo natural y sobrenatural a través de actos de amor ostensibles y palpables. Los actos de justicia y de omnipotencia entran siempre en consideración en segundo lugar. Y, en la medida en que se hacen valer, nunca están solos, nunca separados del amor divino. El amor los sostiene, el amor los inspira, el amor los conduce, el amor interviene de manera eminente en la determinación de su medida y su forma.

Tercero, todo para el amor… Esta es la tercera parte de la ley fundamental del mundo. La misma nos recuerda que el fin último que el Padre Dios persigue con todas sus medidas educativas, con todas sus disposiciones o permisiones, con todas las situaciones del gran acontecer mundial y de la pequeña historia de vida del ser humano, así como también con todos los hechos de la historia de salvación, es sólo uno: la unión de amor más perfecta posible con el hombre ya aquí en la tierra y, en última instancia, en la eternidad, por toda una eternidad. En esta misteriosa unión de amor entre Padre e hijo, entre Creador y criatura, el Dios eterno e infinito halla su mayor y más perfecta honra y glorificación.

La ley fundamental del mundo tiene validez de forma semejante para el hombre, la imagen de Dios. Lógicamente, ese carácter de imagen exige que la ley se convierta primeramente en ley fundamental de vida y, después, en ley fundamental de educación. No debería ser difícil extraer las diferentes consecuencias que de lo dicho surgen para la vida personal y la actividad educativa. En el primer caso, cuando se trata de la propia conducta, sigue vigente como principio inmutable: todo lo que hago y omito, lo que digo y arriesgo, sucede siempre primariamente a partir de la motivación del amor.

El temor sólo vale como motivo concomitante. Siempre y en todo momento debe ser incorporado en el marco del amor. Lo mismo vale acerca de la humildad. Si se la separa del amor, degenera de la noche a la mañana, se convierte en complejo de inferioridad y se manifiesta en opresivas tendencias de desvalorización. Ante todo respondo al amor de Dios con actos de amor. No quedan excluidos por ello otros actos: ni los actos de temor, ni los actos de humildad, ni tampoco otras virtudes. Pero todos ellos han de ser sumergidos en el amor de Dios y bautizados por el amor de Dios. Mi vida podrá perseguir múltiples objetivos. Pero la meta última es siempre la unión de amor con Dios. Ignacio dice, para expresar lo mismo: “Buscar, encontrar y amar a Dios en todas las cosas y en todos los hombres”. Eso no vale solamente para los religiosos sino para todos los hombres.

El educador que está interiormente compenetrado de la ley fundamental del mundo o que ha hecho de ella su actitud fundamental se encuentra en muy buen camino. En todas las situaciones, también en las más difíciles de su actividad, tiene siempre ante su mirada una meta clara. Nunca se convertirá en una caña agitada por el viento. Su actividad educadora podrá inspirarse en múltiples motivos. Podrá buscar en ella una seguridad económica, podrá tener una alegría nata en el trato con la juventud, podrá responder a una tendencia a la transmisión del saber… Podrán actuar en él todos estos motivos y otros semejantes. Pero todos, sin excepción, deben estar unidos con un doble amor: con el amor a Dios y a la imagen de Dios, presente en los suyos. Este amor quiere y debe iluminarlo todo, debe traspasar y animar de pies a cabeza al educador. Debe ser un amor muy personal y cálido, un amor vigoroso y dispuesto al sacrificio. El amor no es simplemente la mayor potencia del cielo y de la tierra, sino que ha de considerarse y valorarse asimismo como el gran poder creador de la educación. No en vano circula en el seno del Movimiento de Schoenstatt la frase: los educadores son hombres que aman y que nunca dejan de amar. Los verdaderos, auténticos educadores son genios del amor…

Pero debe ser un amor que impulse a los hechos. En efecto, así lo exige la segunda parte de la ley fundamental de educación: “todo mediante el amor” quiere decir mediante actos de amor. Don Bosco, que denomina a su pedagogía “hija del amor”, expresa en su testamento esto mismo de la siguiente manera:

«Si quieres que te obedezcan, haz que te amen. (Y lo mismo vale con respecto a todas las otras virtudes morales.) ¿Queréis que os amen? Pues, entonces, tenéis que amar. Y eso solo no basta: debéis ir un paso más allá. No sólo debéis amar a vuestros alumnos, sino que ellos deben también darse cuenta de ello. ¿Cómo se dará eso? Preguntad a vuestro corazón, que él lo sabe».

 

De: Mi filosofía de la Educación (1961), 60-88

 

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