(Pido disculpas a mis lectores por la extensión del texto que hoy ofrezco)
El padre
Kentenich tenía ciertas reservas en utilizar sin más la palabra ‘mística’ en
sus charlas y conferencias. La razón de estas reservas estriba en la estrechez
que afectaba a este concepto en el pasado. En la actualidad podría utilizarla
con más tranquilidad porque, en la mayoría de los casos, sólo se la utiliza en
un sentido muy amplio. En su utilización actual, mística significa sumergirse
de tal manera en la creación que, en el fondo de la inmanencia del mundo
creado, pueda experimentarse la trascendencia, pueda experimentarse también el
ser trascendente como realidad personal. En las páginas del libro “La
santificación de la vida diaria” encontramos estas palabras sobre el tema:
El diálogo entre Dios y el hombre, lleno de alternativas
y tensiones
Por
esa razón, en la figura de la esposa en el Cantar de los Cantares los maestros
de la vida espiritual interpretan al alma en gracia. También ella es abrazada
por el amor de Dios porque ha recibido la gracia, es decir, porque ha sido
introducida en la vida divina y en el torrente del amor divino con una intimidad,
un ardor y una fuerza insuperables. Por eso, también ella es destinataria de la
venturosa confesión de amor del Esposo que dice: “Me robaste el corazón,
hermana mía, novia, me robaste el corazón con una mirada tuya” (Ct 4,9). Por
eso, si la esposa está atenta y abierta a esos requerimientos de amor,
exclamará con júbilo: “¡La voz de mi amado!” (Ct 2,8). En efecto: es él quien
llama a la puerta y desea entrar. Ella le ha respondido innumerables veces. Una
y otra vez ha salido al encuentro del amado con la petición: “¡Que me bese con
los besos de su boca!” (Ct 1,2). Así se fue desarrollando un juego de amor
entre esposa y Esposo, entre Dios y el alma en gracia, un juego de múltiple
interacción.
Sin
embargo, tarde o temprano llega el momento en que el Esposo pide a la esposa
que lo deje entrar asumiendo una figura totalmente diferente: le ofrece su
cruz. En efecto, ella debe asemejarse por completo a él y demostrar una y otra
vez la autenticidad de su amor. Por eso, él requiere con anhelo su sí esponsal:
“¡Ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, mi perfecta! Que mi cabeza está
cubierta de rocío y mis bucles del relente de la noche” (Ct 5,2). El rocío de
la noche simboliza la corona de espinas que él lleva puesta y ofrece a la
esposa. Esta se asusta. La naturaleza se resiste. Está todavía demasiado
apegada a sí misma. Rehúsa responder al amado pero oculta su cobardía con
excusas superficiales y sin consistencia: “Me he quitado mi túnica, ¿cómo
ponérmela de nuevo? He lavado mis pies, ¿cómo volver a mancharlos?” (Ct 5,3),
tales las superficiales disculpas de la esposa, que está todavía muy referida
al propio yo. ¿Y qué hace el Esposo divino? “Mi amado metió la mano por la
hendidura; y por él se estremecieron mis entrañas” (Ct 5,4). A pesar de la mediocridad
de su entrega, él la atrae por un momento de nuevo hacia sí con sus
manifestaciones de amor pero, después, desaparece.
El
Esposo se retira, la deja sola y, de ese modo, despierta e incrementa
enormemente el anhelo de amor de la esposa: “Abrí a mi amado, pero mi amado se
había ido de largo. El alma se me salió a su huida. Le busqué y no le hallé, le
llamé, y no me respondió” (Ct 5,6). Así, la esposa sale en busca del amado. Se
lamenta y suspira, pregunta a quienes pasan por el lugar: “Yo os conjuro, hijas
de Jerusalén, si encontráis a mi amado, ¿qué le habéis de anunciar? Que enferma
estoy de amor” (Ct 5,8). Sólo entonces, él se deja encontrar nuevamente. Ahora,
ella está madura para pertenecerle de forma completa e indivisa en atención a
él, sin tenerse en cuenta a sí misma. Sólo ahora puede decir: “Yo soy para mi
amado y mi amado es para mí” (Ct 6,3).
Esta
relación y este juego de amor entre Dios y el alma en gracia sólo se dan
realmente con las alternativas y tensiones aquí descritas mientras el alma no
se cierre, mientras corresponda amor con amor, amor invencible con amor
invencible. Como es obvio, es el Esposo divino quien determina el tiempo y el
modo en que quiera acercarse a la amada de su corazón.
Con
frecuencia, el trato entre ambos asume formas sumamente tiernas e íntimas,
insospechadas para el superficial hombre mundano. Este no puede comprenderlas
porque la realidad del otro mundo, la realidad sobrenatural, le es extraña aun
a pesar de que la lleva en su interior. El Dios trino habita y vive en él como
compañero de amor que actúa y requiere de forma constante su respuesta amorosa.
Pero, para él, esa realidad es un mundo sellado con siete sellos. Eso no
significa que sea un hecho cotidiano el que el amor asuma formas que hagan
pensar propiamente en una ebriedad de amor. Aun cuando una gracia semejante no
se nos regale de hoy para mañana, y aunque jamás se nos honrara con ese don, no
deja de ser atractivo que aprovechemos alguna vez la ocasión para contemplar
respetuosamente un juego de amor de esta naturaleza, por lo menos desde la
distancia. A menudo son personas con gracias místicas las que son introducidas
de ese modo en el torrente de amor divino.
El
diálogo personal entre Dios y el alma es a menudo tan tierno e íntimo a la vez
que tan recatado, tan ingenuo y natural y hasta de una jovialidad casi jocosa,
que fácilmente oculta, como con leve ademán, las recias exigencias de amor que
plantea detrás de esas apariencias. Tan grande es la fuerza contenida y la
embelesadora intimidad que se unen misteriosamente en el fondo de almas como
esas. Y como se trata de hondísimos secretos de amor, muchas veces permanecen
ocultos tras un velo impenetrable. Sólo en raras ocasiones se los puede
escuchar a hurtadillas sin ser notado.
De: La santificación de la vida diaria (1937), 387-395
EL Dios Trino habita en mí aunque eso esté sellado bajo siete sellos... Adentrarse en la mística en estos tiempos es lo mejor que nos podés regalar, querido Paco... gracias!!
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