Participar de la capacidad amorosa de Dios
Así como la gracia
es una participación en la naturaleza divina que nos une en forma inefable con
la Trinidad, así el amor, que hunde sus raíces en la gracia y brota de ella, es
una participación en el amor divino. Se lo denomina amor infuso porque ha sido
derramado en nosotros por el Espíritu Santo.
«Es un ardor que su fuego santo extiende en nuestra alma, una imagen de
aquel amor divino del que ese mismo fuego surge, en forma semejante al modo en
que la contemplación directa de Dios en el cielo es una participación en el
conocimiento eterno del cual brota la eterna Palabra. Pero, precisamente por
ello, el amor está tan estrechamente relacionado con lo más íntimo de Dios que
se puede afirmar, con san Agustín, que, cuando se nos regala ese amor, se nos
está regalando a Dios mismo».
Se denomina
divino al amor porque su objeto es Dios, porque nos une con Dios, pero, sobre
todo, porque por él amamos a Dios de la manera en que sólo el Dios Trino puede
amarse a sí mismo en virtud de su naturaleza divina, o en la que ama al Padre
el Hijo Unigénito de Dios, a cuya imagen estamos asimilados e incorporados en
la vida de la gracia.
Pablo, el
fogoso heraldo del misterio de Cristo, no se cansa de hacer referencia a Cristo
como “Imagen de Dios invisible” (Col 1,15). Él anuncia: “A los que de antemano
conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8,29).
Según el Apóstol, el Hijo, la Imagen de Dios, fue enviado para que nos fuéramos
“transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos; así es como actúa el
Señor, que es Espíritu” (2Co 3,18). “Con alegría damos gracias al Padre, que
nos… trasladó al Reino del Hijo de su amor” (cf. Col 1,11ss).
Es Dios, el
Dios Trino, el que, por la gracia, nos hace participar misteriosamente de su
naturaleza divina y, de ese modo y sólo entonces, nos hace dignos de su
inefable amor. Él es asimismo el que nos da la fuerza y la capacidad de
corresponderle con el amor con el cual él mismo se ama a sí mismo y ama a sus
hijos. De ese modo ha sellado sin reparos una alianza de amor entre él y el
hombre en gracia, una alianza que difícilmente podría concebirse más íntima.
Realmente, los teólogos se encuentran perplejos cuando tienen que describir con
más detalle las características, la profundidad e intimidad de esa alianza: tanto
está ella envuelta y rodeada de misterios. Como lo hacen siempre en casos
semejantes, recurren a analogías tomadas del orden natural. Unas veces toman la
misteriosa alianza de amor paterno-filial, otras la alianza de amor entre los
esposos, y otras, la de amistad. Todas las comparaciones aproximan sólo desde
lejos a su realidad y no pueden presentar exhaustiva y claramente su proceso.
Me permito
recordar aquí lo que tenemos que demostrar y presentar. Se trata de hacer
comprensible que la alianza de amor propia de la consagración implica un pleno
cumplimiento del sentido de la naturaleza en estado de gracia. ¿Acaso no
sentimos, no sospechamos ya la conexión interior que existe entre la alianza de
amor y el anhelo, sentido y meta del hombre en gracia? Lo que de esa forma vislumbramos
en nuestra alma habrá de exponerse más extensamente en lo que sigue.
A fin de hallar
un punto de contacto, recurrimos a Ricardo de San Víctor. Él distingue entre un
amor invencible, un amor indivisible, un amor exclusivo y un amor insaciable. Así
caracteriza las cuatro propiedades del amor insaciable que la Trinidad tiene en
sí y pone en acción frente al hombre en gracia como partner de amor de
“igual condición” que él. Dios no descansa hasta que el partner de amor
responda con amor al amor, con amor invencible al amor invencible, con amor
indivisible al amor indivisible, con amor exclusivo al amor exclusivo y con
amor insaciable al amor insaciable.
Por eso, tan
admirable proceso de amor y de vida sólo es posible y concebible porque,
primeramente, el Dios Trino ha hecho al hombre en cierto sentido como de igual
condición suya, es decir, lo ha enaltecido por la gracia y el amor y lo ha
hecho partícipe de su naturaleza divina y de su amor divino. De no haberlo
hecho de ese modo, ni su amor al hombre ni la respuesta de amor del hombre
serían posibles en esa medida. Si sólo fuésemos imagen natural suya, no
podríamos suscitar en tal grado el movimiento y el ardor de su corazón ni
encender nuestro corazón en el suyo.
De: María, Madre y Educadora
(1954).
gracias por tan valioso aporte
ResponderEliminar