viernes, 8 de octubre de 2021

Estrechez en el amor

Seguimos meditando con los textos sobre el amor del libro “La santificación de la vida diaria” que iniciamos hace unas semanas. (Ver Tercera parte – ‘El mandamiento nuevo’, Págs. 217 y siguientes). 

“Como la vida instintiva, también el amor puramente instintivo, primitivo, es fuertemente limitado. Por sí solo no es capaz de trascender un marco determinado. Un nuevo campo de trabajo se abre así para el santo de la vida diaria, que aspira a una perfección de alcance total. Y es posible que tarde mucho tiempo hasta que pueda abrazar a todos los hombres con un amor auténticamente cristiano vivido de acuerdo a las correspondientes diferencias de intensidad.

a) La experiencia cotidiana nos enseña hasta qué punto son estrechos por naturaleza todos los tipos de amor primitivo. Si no nos imponemos disciplina, el círculo en el que mentalmente vivimos y amamos será relativamente pequeño. Téngase presente, por ejemplo, el amor materno puramente primitivo. No lo encontraremos por cierto a menudo en forma tan marcada pues, aunque muchos rechacen el cristianismo, se encuentran sin embargo fuertemente bajo su influencia en cuanto a sus actitudes y costumbres.

Pero donde encontramos un amor materno semejante, el habla popular lo designa como amor ñoño, rechazándolo así como insano, estrecho, pequeño y mezquino, unilateral y enfermizamente egocéntrico. En la medida en que el amor filial, conyugal o de amistad llevan impreso el sello de lo puramente primitivo, conducen a interminables malentendidos, celos y riñas. Y cuanto más estrecho es el instinto y más fuerte su actitud de exclusividad, tanto mayor es su acción irritante e hiriente. Por esa razón aconseja Nietzsche “no quedar adherido a una persona, ni aunque sea la más querida. Toda persona es una prisión, y también un rincón”. La experiencia nos enseña que las personas que, en sus años de juventud, sólo hacen partícipes de su amor a unos pocos, se vuelven con el correr del tiempo tan estrechas que, más tarde, quedan interiormente vacías, llegando así a convertirse, por ejemplo, en malos cónyuges o en padres pobres en amor. Sólo el amor querido por Dios y afín a Dios hace al ser humano libre, alegre y fecundo. Su amor participa así de forma creciente de la inagotable riqueza de Dios, que regala constantemente sin por ello empobrecerse.

La antigüedad pagana estaba orientada de manera unilateral a ese amor primitivo en el seno de la propia comunidad étnica. Por eso, sólo reconocía la propia etnia. El que no pertenecía a su pueblo, era considerado un extraño y se tornaba en enemigo, más adelante en bárbaro, tratado siempre, de un modo u otro, como alguien carente de derechos, de defensa y de valor. Israel constituyó una excepción en cuanto, por lo menos, se trataba a los extranjeros que vivían dentro del país según las mismas leyes que a los miembros del propio pueblo. Entre los paganos, el individuo sin derechos civiles no era nada. […]

b) El cristianismo rompe el estrecho marco de todo tipo de amor primitivo. Supera la estrechez mental en cuanto hace que la luz de la fe ilumine a los hombres sin distinción, haciéndoles ver su grandeza y dignidad, emparentada con Dios. La estrechez de corazón se rompe como el hielo ante los cálidos rayos del sol cuando Dios, que lo ama todo y no odia nada, ha tomado posesión del alma del cristiano, creada por él.

Todo ello entraña una proclamación de la personalidad cristiana individual y de un nuevo ideal cristiano de comunidad que puede formularse de acuerdo al prototipo de la santísima Trinidad: comunidad lo más perfecta posible sobre la base de personalidades lo más perfectas posible, ambas impulsadas de forma excelente por la fuerza fundamental y elemental del amor. Lo que el mundo de la cultura debe, en ese sentido, al cristianismo ha desaparecido hoy en día de la conciencia pública. Sobre todo, el cristianismo enseña la relación inmediata del hombre con Dios, su carácter de imagen natural y sobrenatural de Dios, y le asegura de ese modo una dignidad personal inviolable y una independencia interior, sin arrancarlo por ello de las comunidades queridas por Dios, estén ellas dadas por la naturaleza o sean libremente elegidas. […]

Sólo a partir del momento en que el individuo se siente y se da como personalidad es posible un verdadero amor al prójimo y una verdadera comunidad. El que se ve totalmente absorbido por el colectivo se comporta de manera social mientras sus fuerzas estén regidas por ese mismo colectivo. Pero tan pronto como se lo retorne a sí mismo, se manifiesta nuevamente un craso egoísmo. Es que, separado de la masa, el individuo no tiene ningún valor de personalidad ni significado alguno. Por eso tampoco se tiene respeto alguno por ese significado. En un contexto semejante, el amor al prójimo propiamente dicho es un contrasentido. […]”

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