El texto que
reproducimos hoy es el tercero de la tríada integrada por el amor instintivo,
el natural y el sobrenatural. Seguimos leyendo en la parte tercera del libro, que
trata de la vinculación al prójimo, en concreto sobre el amor, y aquí sobre el
amor o caridad sobrenatural y sobre la extensión de este amor.
“Jesucristo llama “nuevo” al mandamiento del amor al prójimo. “Os doy un
mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros” (Jn 13,34). La palabra
suscita espontáneamente la pregunta: ¿Acaso no ha habido hasta el momento amor
en el mundo? El mismo Señor responde con una acotación breve pero llena de
contenido: “Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a
los otros”. Por tanto, lo nuevo no es en sí el amor, sino el tipo de amor, tal
como lo enseñan y practican Cristo y el cristianismo. Este amor se diferencia
esencialmente de las formas de amor instintivo y natural como se las practica
usual y corrientemente fuera del cristianismo. […]
¿Será necesario escribir un capítulo aparte acerca del amor al prójimo
auténticamente cristiano y sobrenatural? Su imagen ya ha adquirido rasgos
fácilmente reconocibles a través de la constante y extensa comparación que
hemos hecho con el amor instintivo y el amor natural. No obstante, a raíz de su
gran importancia, tal vez se requiera ver debidamente destacado lo
característico de este amor a través de un par de vigorosos trazos.
Las consideraciones hechas hasta el momento permiten reconocer ya con
claridad que lo original, lo nuevo del amor al prójimo marcadamente cristiano
debe buscarse en la novedad de su extensión, de su grado y de su motivación.
1. La extensión del amor
Como Dios ama todo lo que ha creado, y como el Dios hecho hombre murió por
todos los hombres sin excepción, el amor sobrenatural no debe excluir a nadie:
ni a cristianos, ni a judíos ni a paganos, ni a ricos ni a pobres, ni a
benefactores ni a enemigos, ni a personas simpáticas ni a antipáticas.
Cuando el Señor advierte: “Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os
persigan”, da como motivo el ejemplo de su Padre: “para que seáis hijos de
vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos y llover
sobre justos e injustos” (Mt 5,44-45). Pablo nos dice: Dios “quiere que todos
los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad. Porque hay
un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo
Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos” (1Tm
2,4-6).
Y el mismo Señor declara: “El Hijo del hombre ha venido a salvar lo que
estaba perdido. … De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial
que se pierda uno solo de estos pequeños” (Mt 18,11.14). Amar a todos sin
excepción no significa, sin embargo, dar a todos el mismo amor.
Existe un orden del amor.
a. En primer lugar estamos nosotros mismos. El Señor lo
presupone sin más en cuanto señala el amor a sí mismo como patrón de medida
para el amor al prójimo. Después, vienen los que están relacionados con
nosotros por lazos de sangre, de simpatía o de afinidad espiritual. Ya habíamos
dicho más arriba que los lazos naturales son una llamada de Dios que contribuye
a determinar el grado y el tipo de amor que habremos de dar. Lo mismo vale
respecto de la afinidad espiritual.
Un refrán inglés reza: “El amor empieza por casa”. Esto mismo deberían
recordarlo sobre todo aquellos que desarrollan una gran actividad caritativa,
apostólica o de algún otro tipo dedicado al bien común, pero olvidan al
“prójimo”. También Francisco de Sales los tiene en vista cuando advierte:
“Entre los que están comprendidos dentro de la palabra “prójimo” no hay nadie
que tenga más derecho a ese apelativo que quienes conviven con nosotros”.
b. Entre nuestros prójimos se cuentan también aquellos
que nos han hecho mal, trátese de faltas de amor como injurias u ofensas o de
injusticias como el robo o la lesión de la propia honra. A quienes nos hacen
tales cosas los llamamos nuestros enemigos.
Como es fácil que la naturaleza humana se resista contra tales personas y
retroceda por ello ante un pensar consecuente respecto de ellas, el Señor mismo
aplicó a los enemigos el mandamiento general del amor al prójimo (cf. Mt 5,44).
Al mismo tiempo, él nos anima a cumplirlo a través de su propio ejemplo. La
Sagrada Escritura relata que oró por sus enemigos, les hizo mucho bien, sufrió
y murió por ellos. El que actúa de forma similar se hace acreedor de la promesa
que dice: “Si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará
también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres,
tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6,14-15).
El santo de la vida diaria se orienta en la vida cotidiana habitual de
acuerdo a esa palabra del Señor y toma en serio la indicación de perdonar.
Con la ayuda de la gracia procura superar exitosamente la aversión
voluntaria y la sed de venganza.”
De: La santificación de la vida diaria (1937), 246-248