viernes, 6 de noviembre de 2020

Acentuando la inmanencia divina

 El tema de esta semana ha traído a mi memoria mi primera experiencia consciente de “lo divino”, de Dios. Invito a mis lectores a recordar cómo fue este camino en sus vidas.

¡Permitidme que lo cuente! Era yo un niño de pocos años; vivía largas temporadas con mis abuelos maternos; eran tiempos de postguerra en España. Ellos fueron personas piadosas hasta la médula, vivían su día a día unidos al Dios de sus vidas y al Dios de los altares. Visitaban a menudo las iglesias (¡no había televisión!). Y a mí, su primer nieto, me llevaban siempre a los actos religiosos. Tengo en mi mente y en mi corazón la Iglesia de ‘Los Hospitalicos’, llamada también del ‘Corpus Christi’, en la calle Elvira de Granada. Era la iglesia de los padres Agustinos. Allí acudían mis abuelos los jueves por la tarde a la exposición del Santísimo. Yo, de la mano de la abuela, medio asustado, niño de pocos años, veía en el altar una custodia radiante, iluminada, era todo luz, en medio de un templo oscuro de piedras centenarias, escuchando a la abuela decirme por lo bajito: “¡Paquito, ahí está el Señor, míralo!” Y yo veía sólo luz ….. ¡El Señor, mi Dios, luz, solo luz, todo luz!

Después aprendí de mi padre el catecismo, y entonces supe que hay “un solo verdadero Dios, inmenso e inmutable, incomprensible, todopoderoso e inefable, Padre, Hijo y Espíritu Santo: Tres personas y un solo Dios …..” Y ahí estaba mi LUZ, la de los jueves por la tarde, el Señor de mi abuela. El Dios trascendente, tan otro, que no podemos hablar de Él, el que está en los cielos, pero también el que aún hoy brilla en mi corazón (¡gracias a mi abuela!).

Más tarde, pasados bastantes años, me encontré con el Padre José Kentenich que me hablaba en sus escritos de la inmanencia divina, del “pensar, vivir y amar orgánicos”, de un Dios que viene a mi encuentro en el otro, en mi esposa, que se hace transparente en las cosas y acontecimientos. Una nueva imagen de Dios. Lo explica, por ejemplo, en la carta al Padre Menningen, de la que me hice eco ya hace dos semanas en este Blog. Escribe así:     

“Empiezo con la imagen de Dios. La imagen de Dios, desde el punto de vista bíblico y dogmático, nos muestra objetivamente a Dios bajo un doble aspecto: Dios en las alturas y en el inmenso infinito por encima de su creación (trascendencia divina), y Dios en su creación (inmanencia divina) ….

La piedad contemplativa, que descarta dentro de lo posible todas las instancias y valores intermedios entre Dios y el hombre, busca, contempla y ama a Dios principalmente bajo el primer aspecto; le ama en la medida que deja atrás todo lo creado, ya sean personas o cosas, o cuando lo contempla feliz en su realidad intra-trinitaria por encima de todo lo terrenal, en otras palabras, cuando se trata del Dios ‘tan otro’.

El hombre apostólico, cuyo ámbito vital está repleto de muchas personas y cosas, está necesitado de forma natural de este espacio como el lugar preferido para el encuentro con Dios. Él no puede ni debe abstenerse y olvidarse de las personas y las cosas para tener ante sus ojos al Dios trascendente. Al contrario, ansía – utilizando unas palabras de san Ignacio – buscar, ver, encontrar y amar a Dios en todas partes, o lo que es lo mismo en todas las cosas y en todas las personas. 

Acostumbramos a decir desde el principio: él gira, con todas las fibras de su corazón y con sus ojos claros y resplandecientes de fe, especialmente alrededor del Dios de la vida, esto es, del Dios que viene a nuestro encuentro en la vida diaria con sus disposiciones y conducciones, alrededor del Dios de nuestros altares, del Dios de nuestros corazones y del Dios de nuestros libros ascéticos.

O sea, en todas partes alrededor del Dios que está íntimamente ligado con nuestra realidad, con el acontecer de nuestro día a día. Por eso nos esforzamos siempre por hacer trascendente piadosa y creyentemente todo lo terrenal, todo lo creado. Deseamos encontrar a Dios siempre en el culmen de todo lo creado. Pensamos que nuestra tarea de vida consistiría – hablando en imágenes – en poner una escalera para la cabeza y el corazón, para ver a Dios creyentemente en todas partes, para conversar desde el amor con él en tanto en cuanto sea posible, y por fe y amor traer sacrificios para él de forma esclarecida.” 

Y termino con mi abuela: estoy seguro de que Dios habitaba en ella, y que por ello, y con su vida de sacrificio, nos legó a todos los de su familia la riqueza de su maternidad que nos hablaba, y nos sigue hablando, de la maternidad y paternidad de Dios.
 

2 comentarios:

  1. Hoy agradezco especialmente lo que escribiste, querido Paco... Un Dios que se encuentra presente en cada momento de la vida cotidiana es un regalo tan inefable como misterioso. Y hoy lo necesitamos muchísimo. De la mano de ti abuela caminamos todos también!

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  2. Encontrei-me neste texto, pois as atitudes e fé da sua avó pareciam muito com as da minha avó.

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