En las últimas semanas venimos
reflexionando sobre el camino de santidad para los que estamos en el mundo,
fuera de los muros de un convento. Lo hacemos con la ayuda de las reflexiones que
el Padre José Kentenich hiciera semanalmente a un grupo de matrimonios allá por
el año 1956 en Estados Unidos de América.
Hoy nos fijamos con él en aquellas
palabras de Pablo a los Romanos, cuando les decía que "para los que
aman a Dios, todas las cosas redundan en lo mejor", incluso los
sufrimientos, incomprensiones, penas y dificultades. Y lo hacemos pensando
también que en el acontecer diario recibimos innumerables impresiones, muchas
de las cuales no elaboramos interiormente, llegando a ser un freno para nuestro
camino de fe y de esfuerzo por la santidad. Son impresiones no digeridas, es
decir, acontecimientos que se han impreso en el alma y en el corazón, y que nos
mantienen en constante inquietud.
“Si quieren
identificar impresiones especialmente claras, profundas, de gran incidencia en
su propia vida, tal vez tengan que pensar en una gran desgracia, por ejemplo,
que se me haya arrebatado el honor. ¿Entienden ustedes cómo eso deja una
profunda impresión en el corazón?
O supónganse
que alguna vez he tenido en mi vida una terrible desgracia, por ejemplo, que he
cometido un pecado muy grave y feo. Lo he confesado, está en sí absuelto, pero,
a pesar de ello, no está interiormente elaborado.
Hay muchísimas
personas que reprimen esto, que lo oprimen hacia abajo, pero que no lo
elaboran. Y cuando las impresiones no han sido elaboradas, actúan casi como
serpientes que se arrastran durante un tiempo en el subconsciente pero que, de
pronto, saltan hacia arriba. ¿Cuál será el efecto? Hay en mí una fuerza
misteriosa que me mantiene en constante inquietud.”
Al hablar de estas impresiones no
elaboradas, el Padre Kentenich se pregunta por qué hoy día hay tantas personas
que están psíquicamente y mentalmente enfermas. “No sólo personas no
religiosas, sino también personas profundamente religiosas están a menudo
enfermas, psíquicamente enfermas”. Dos pueden ser las causas de esta
situación: el sentimiento de culpa y las impresiones no digeridas que se
multiplican en nuestra vida subconsciente y que lo desordenan constantemente
todo.
Precisamente estas circunstancias
deberán ser entonces también el contenido de mi conversación diaria con Dios.
“Reflexionemos:
¿cuántas impresiones se esconden todavía en mí que todavía no he aceptado
interiormente, que todavía no he elaborado interiormente? ¿Qué objetivo debo
perseguir en esa elaboración? No debo cesar hasta que mi ritmo de vida personal
se aquiete en el ritmo de vida de Dios.
¿Qué significa
esto, en la práctica? Tengo que extraer lo que se esconde en el acontecimiento,
lo que Dios quiere decirme. Por ejemplo, mi hijo se puso a jugar con un arma y,
de pronto, se causó una herida a sí mismo. No obstante, una vez más, las cosas
salieron bien. Ahora, ¿qué me quiere decir Dios a través de este
acontecimiento? ¿Qué quiere decirme? Esa es ahora la pregunta. Si ni siquiera
un cabello cae de mi cabeza sin que Dios tenga una intención, con esto que ha
sucedido tiene que tener una intención especial. Por eso, no sólo mi cabeza
tiene que reflexionar qué pensó Dios con esto, sino que mi corazón tiene que
aquietarse en lo que Dios quiere decirme a través de esto a mí y a mi hijo.”
Si es verdad que “para los que aman a Dios, todas las
cosas redundan en lo mejor”, mi cabeza y mi corazón se serenarán y reposarán en
el ritmo de vida de Dios. Abandonarme en los brazos de Dios, dándole a Él un
poder en blanco, en la seguridad de que todo lo que hace y permite redundará en
mi bien.
“La pregunta es
siempre primero: Dios querido, ¿qué muestras de amor quieres darme a través de
aquella desgracia o de aquella alegría? Como ven, se trata de una actitud
vigorosa. Y esta actitud no debe tenerla sólo el religioso, el sacerdote: yo
también debo tenerla.
Permítanme
preguntarles, pues, una vez más —y ésta es la segunda pregunta—: ¿cómo llega el
apóstol Pablo a afirmar algo semejante? Porque está convencido de la sabiduría
paterna de Dios, de la bondad paterna de Dios, y tercero, de la omnipotencia
paterna de Dios."
La sabiduría de Dios sabe muy bien cómo soy, sabe para
lo que me ha creado, y sabe bien como actúa en mí esto o aquello. Y si lo sabe,
su bondad paterna y su omnipotencia actuarán en consecuencia. Venga lo que
venga, yo creeré que Dios es padre, que Dios es bueno y que bueno es todo lo que él
hace. Nuestra tarea será siempre la de renovar diariamente nuestra entrega y
hacer que cada acto de mi vida diaria dependa de Dios.
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