María es
nuestra Madre. Nuestra verdadera y real Madre espiritual y sobrenatural, y no
solamente nuestra Madre adoptiva o postiza. En calidad de corredentora colaboró
eficazmente para que la vida sobrenatural, la vida de la gracia, fuese una
realidad en nosotros. María es nuestra Madre. Pasó a serlo cuando el Espíritu
Santo la cubrió con su sombra, en el instante en que se convirtió en la Madre
de Dios. Al pie de la cruz le fue dada la solemne confirmación: "Ecce
Mater tua", "he aquí a tu madre" (Jn 19,27). Y desde
entonces ella nos ama con un amor maternal verdadero, cálido, ferviente. San
Bernardo de Claraval dice: "no es el nombre, sino el amor lo que hace que
una madre sea verdaderamente tal en relación con sus hijos". Sabemos muy
bien todo esto.
Hace algunos
años vi, en la capilla de un orfanato, una estatua de la Virgen de cuyo cuello
colgaba una cadena dorada con una cruz. La cadena y la cruz eran recuerdos de
la primera comunión de una madre que, a raíz de una penosa situación familiar,
se vio obligada a dejar a su único hijo en un orfanato. Ya no podía seguir
siendo madre de su hijo. ¿Qué hacer en medio de su angustia y preocupación? Va,
toma el único objeto de valor que conserva como recuerdo de su infancia, el
regalo de la primera comunión, y lo pone en el cuello de la santísima Virgen
con la ferviente súplica: "¡Educa tú a mi hijo! ¡Sé su Madre! ¡Cumple tú
en mi lugar los deberes de madre!". Hoy ese niño es un celoso sacerdote
que trabaja fecundamente por la gloria de Dios y de su Madre celestial.
¿No nos hace
recordar esta anécdota a nuestra primera y penosa despedida del hogar? Fue
cuando seguimos la llamada de la gracia y acudimos a este lugar. ¿No se volvió
entonces nuestra madre a María pidiéndole que ella tomase su lugar y fuese más
que nunca nuestra madre?
María es, pues,
la Madre que Dios y nuestra propia madre nos dieron.
Sabemos bien
todo esto. María es nuestra Madre. Pero ¿dónde está nuestro amor filial? Una
vez preguntaron al joven Estanislao Kostka si amaba a María. Su rostro
resplandeció, una lágrima de emoción asomó en sus inocentes ojos y exclamó con
entusiasmo: "¿Cómo no habré de amar a María? ¡Ella es mi Madre!"
Sí, quien sabe
y reconoce que María es su Madre tiene que amarla. ¿Dónde está nuestro amor?
¿Por qué el pensamiento "María es mi Madre" nos deja tan fríos e
indiferentes? ¿O acaso este amor arde en nuestros corazones, pero no tenemos el
coraje de dar testimonio de él públicamente?
(Texto tomado de: "Plática a los miembros de la Congregación Mariana", 3 de Mayo de 1914; en Fernando Kastner, "Bajo la protección de María", tomo 2, p. 52-54.)
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