Los Padres de la Iglesia nos llaman la atención sobre una determinada diferencia entre el hombre y la mujer. En alusión a la imagen de Jesús, nos dicen que el hombre representa la cabeza de Cristo, y la mujer, su faz. Pero ¿qué significa representar la faz de Cristo? La vida que bulle en el interior de un hombre se manifiesta en su rostro. La cabeza es la sede de la claridad de pensamiento y voluntad. A través de su conocimiento, el hombre señala caminos y se constituye en guía. La mujer, en cambio, tiene la misión de manifestar el rostro de Cristo. De tal manera que toda vida que alienta en el mundo recibe así la impronta de Cristo.
Reflexionemos un poco sobre la sociedad en la que vivimos
hoy. Sin pretender realizar ahora un análisis exhaustivo, podemos afirmar que
el mundo de hoy es presa de una gran confusión. La detectamos en todas partes,
incluso en nuestra propia familia. Todo parece sumido en el caos y la
desolación. Frente a tal estado de cosas es necesario recordar que es ahora
cuando se echan los dados; es éste el tiempo en el que se está decidiendo qué
rasgos tendrá el rostro del mundo en los próximos —estimativamente— cinco
siglos.
La mujer está llamada a representar realmente el rostro
de Cristo; todo su ser debe dar un testimonio claro del ideal que Dios ha
previsto para ella. Para estar a la altura de esta vocación ¿cuál será entonces
la tarea de la mujer? Procurar que los próximos siglos lleven el sello de los
rasgos de Cristo. En Schoenstatt se nos ha confiado la misión de salvar la
imagen de María santísima, la auténtica imagen de la mujer. Seamos, por lo
tanto, guardianes y centinelas de esa maravillosa imagen de la mujer. Que toda
nuestra persona lleve siempre sobre sí la impronta del rostro de Cristo, en
todo lugar donde estemos o vayamos, tanto en el taller o la fábrica como en la
oficina o la familia. Más aún, que a todo lo que realicemos le imprimamos
siempre esos divinos rasgos del Señor.
¡Qué importante es este santuario del ideal de la mujer!
Hemos sido llamados para ser sus custodios y vigías. Velemos para que sea
encarnado con perfección por nosotros mismos y por los que nos hayan sido
confiados. Seamos encarnación viviente del ideal de la mujer, porque el ejemplo
de vida mueve más que las meras palabras. Y recordemos además aquellos versos
de Dante Alighieri: "Contemplar la faz de María santísima y pecar, es
imposible".[3]
¡Qué grandeza y qué don del cielo es llevar los rasgos de
Cristo estampados sobre nuestro propio rostro, irradiarlos en nuestro entorno y
hacer resplandecer a Cristo en cada una de nuestras acciones! De ese modo,
Cristo caminará a través de nuestra persona por el mundo y el tiempo actual;
naturalmente lo hará entonces en la figura de una mujer y, por lo tanto, en la
figura de María santísima.
Tomado de: "Conferencia a las dirigentes de la
Juventud Femenina de Schoenstatt", 5 de Agosto de 1950.
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