1. Imagen exterior de Jesús y actitudes de su alma
¿Qué detalles conocemos de la apariencia exterior de
Jesús y de su interioridad? Meditemos sobre la imagen del Señor y contemplemos
sus rasgos nobilísimos para saber con mayor certeza cómo tendría que ser
nuestro propio rostro. Y así, luego, al reflexionar sobre esos rasgos en lo
secreto del corazón, advertiremos cuánto necesitamos una y otra virtud o
cualidad que resplandecen en la persona de Cristo.
Este es un tema en el cual podríamos detenernos
largamente. Llevamos a Cristo en nosotros, somos sus portadores y servidores;
somos aquellos que lo dan a luz para el mundo de hoy y lo ofrecen a los demás
hombres. Esta vocación de identificación tan honda con el Señor nos lleva a
confrontarnos con la totalidad de su imagen.
I. ¿Cómo era la apariencia
exterior de Jesús? Pregunta difícil de responder. Disponemos de muy escasos
documentos sobre este asunto. Quizás los apóstoles hayan hablado sobre la
fisonomía del Señor pero no dejaron ninguna constancia escrita. Imaginemos que
nosotros fuimos testigos oculares de la vida de Jesús y luego escribimos
nuestras impresiones de lo que vimos y oímos. Creo que en nuestro relato
necesariamente habríamos hecho referencia a la apariencia exterior de Jesús.
¿Cómo eran sus ojos? ¿Era su mirada melancólica o alegre?
Nada nos dicen los Evangelios al respecto. ¿Acaso a los apóstoles no les había
impresionado la fuerza que se irradiaba del Señor? Sí, por supuesto, pero el
Espíritu Santo los guió de tal manera que fueron capaces de pasar de lo
exterior a lo interior, y dar así testimonio de lo primordial, de lo más
grande, de la interioridad. Los discípulos no pusieron por escrito todo lo que
se hablaba entre ellos. Posiblemente dialogaron sobre la fisonomía de Jesús,
pero, repito, el Espíritu Santo dispuso las cosas de tal manera que hoy no
sabemos mucho sobre la apariencia exterior del Hijo de Dios.
Creo que lo expuesto se podría resumir en tres puntos:
a. La persona de Jesús
irradiaba una gran fuerza. Recuerden, a modo de ejemplo, aquel pasaje del
Evangelio cuando el Señor encuentra a un joven, a quien lisa y llanamente le
dice: "¡Sígueme…!" (Jn 1,43). Y el muchacho dejó todo y fue tras él.
Por supuesto, la impresión recibida por el nuevo discípulo había sido preparada
de alguna manera por el contacto anterior con los apóstoles y lo que éstos le
habían relatado sobre Jesús. Pero, sea como fuere, el Señor ejercía un dominio
y una atracción especial sobre los corazones de los hombres.
b. Miremos un poco más en lo
profundo, tratemos de vislumbrar la esencia de su personalidad. Si bien Jesús
demostraba continuamente una gran cercanía a la gente, ello no quitaba que
estuviera revestido de una gran majestad. Contemplemos la majestad de su persona.
«Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: ’Aléjate de mí, Señor, que
soy un hombre pecador’» (Lc 5,8). ¿De qué nos está hablando esta escena? De una
extraordinaria tensión entre cercanía y lejanía, entre la línea que va al otro
y la que vuelve.
c. En la mirada se expresa
toda la persona; y esto lo sabe todo aquel que tenga experiencia en el trato
humano. Los ojos del Señor irradiaban una fuerza especial; su mirada expresaba
la esencia de su personalidad, era su símbolo. Recordemos el pasaje evangélico
de la negación de Pedro (Lc 22,54-62). Aquello era el pecado más grande que uno
se pueda imaginar, mucho más que los pecados contra la santa pureza. Simón
Pedro tenía que caer para que se convirtiese de una vez, para que abandonase su
orgullo solapado. Y fíjense que digo a propósito solapado. Bajo capa de
un pretendido amor a Jesús ¡en el fondo Pedro se buscaba a sí mismo! Así, pues,
el Señor permitió que Pedro cometiese el pecado más grave. Sí; Pedro pecó. Pero
he aquí que luego Jesús pasa a su lado y lo mira a los ojos. Y esa mirada logró
lo que toda una educación no había podido conseguir: Pedro llora amargamente y
reconoce su miseria y debilidad. Ahora sí que está en condiciones de ser la
roca de la Iglesia, de ser declarado sucesor de Cristo.
Estos son sólo algunos rasgos exteriores de la persona de
Jesús. Nosotros queremos dar a luz a Cristo, ser portadores de Cristo y llevar
a Cristo a todos los hombres. ¿No debería entonces nuestra apariencia exterior
parecerse un poco a él? ¿No debería irradiarse de nosotros una gran fuerza que
alcanzase a los demás? No una fuerza que sea simulada, sino que brote de la
desbordante riqueza de nuestra vida interior.
Tomado
de: "Retiro para las Hermanas de María", 25-27 de Agosto de
1950.
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