viernes, 30 de mayo de 2025

POSEÍDOS POR CRISTO A TRAVÉS DE MARÍA

Llegar a estar poseído por Cristo a través de la santísima Virgen

Al contemplar todo el panorama de lo meditado, comprobamos que hay un pensamiento que se destaca nítidamente: la esencia más profunda de todo el ser de María santísima es su vinculación a Cristo. Si nos hemos entregado a la Madre del Señor, si aceptamos el orden de ser objetivo, entonces nuestro amor a la santísima Virgen y el fervor mariano tienen que estar profundamente vinculados a Cristo. De entre todas las creaturas, es en María santísima en quien la corriente de Cristo fluye con su caudal más puro y original, con su fuerza más arrolladora. Que nuestro fervor mariano esté hondamente vinculado a Cristo significa, por lo tanto, sumergirnos y ser llevados por esta corriente que fluye en ella. Sí; que nuestro amor a la bendita entre las mujeres esté por entero ligado a Cristo. De lo contrario, no estará en armonía con el orden objetivo del ser. Por eso, todo depende de que, en nuestra devoción a la Madre del Señor, ingresemos en la corriente que va hacia Cristo; de que lo hagamos de manera especialísima. Y, naturalmente, por Cristo nos encaminaremos hacia el Padre y el Espíritu Santo.

Detengámonos aquí un poco más y procuremos avanzar hacia una argumentación teológica más fina. Dios permite que María santísima participe de manera sobreabundante en su gloria, especialmente del amor que Dios Padre tiene por su divino Hijo. No es posible imaginar que haya otra creatura que ame tan fervientemente al Señor como su propia Madre santísima. Por eso nuestro amor hacia ella tiene que convenirse, más y más, en un amor que esté unido a Cristo, que cultive la intimidad con Cristo y el estar poseído por Cristo. Si nuestro amor a la santísima Virgen no se desarrolla en este sentido, entonces le faltará algo.

¿Cómo será entonces nuestra vivencia de ser instrumentos de María santísima, nuestra vinculación y amor a ella? Tiene que ser un amor mariano que lleve hacia una vinculación a Cristo viva y vivificante. Poco a poco nos acercamos a un pensamiento muy nuestro y que queremos mucho. ¿Cómo debe ser el amor a la santísima Virgen? Un amor que genere una vinculación a Cristo viva y vivificante. ¿Qué significa esto? Que toda mi persona, llena de vida nueva, ame entrañablemente al Cristo vivo. Si disponen de un poco de tiempo, y creo que todos nuestros sacerdotes deberían hacerlo alguna vez, lean por favor la encíclica de Pío X (Ad diem illum laetissimum, 1904). En ella hallarán una explicación clara y sencilla del término "Vitalis Christi cognitio", un conocimiento vital de Cristo. ¿Qué nos regala nuestro amor a la santísima Virgen? ¡Un conocimiento vital de Cristo!

Permítanme decirles que una de las cosas contra las que, personalmente, siempre lucho es contra el idealismo, también en el campo de la religión. Muchos intentan hoy amar a Jesús separándolo de la santísima Virgen. Y lo hacen porque hoy son millones los que no han aprendido a amar de corazón a otras personas. No conocen ningún organismo de vinculaciones, no aman a los hombres. Dicen que aman a Dios; pero no es cierto. ¿A quién aman entonces? A una idea. He aquí la gran tragedia. Si queremos aprender a amar a María santísima, aprendamos primero a amar a los demás. Así sabremos, algún día, lo que es amar a la santísima Virgen. En realidad no amamos solamente a la persona en sí misma sino que, en ella, amamos a Dios. Y esto hay que haberlo experimentado alguna vez. Que la meta sea vincularse a Cristo que está presente en el prójimo. Este proceso se da con mayor facilidad en el caso de la santísima Virgen. En estos tiempos que corren, la mayoría de la gente, incluso aquellos que son capaces de hablar de Dios con mucho entusiasmo, no aman a Dios como persona sino que aman una idea. Y esto no es devoción. Como filósofo puedo comprender que alguien se entusiasme por una idea y hable de ella con fervor, pero existe una enorme diferencia entre ese entusiasmo y el amor hacia una persona. Por ejemplo, un teólogo descubre un nuevo aspecto fundamental del misterio de la Trinidad… ¡qué grande será su entusiasmo! Pero eso no significa directamente que ame Dios.

No nos engañemos; no hay nada mejor que un profundo amor a María santísima para infundirle calidez a nuestro amor a Cristo. Y ello ocurre así por dos motivos: por una parte, porque nuestro amor a la bendita entre las mujeres y la vinculación vital de ella con su divino Hijo están fundamentados en el orden de ser objetivo: el lugar que ella ocupa en relación con Cristo y con todos nosotros es necesario para nuestra salvación y se cimenta en el orden de ser objetivo.

En segundo lugar, por ser mujer, ella como persona está especialmente orientada al trato con personas. Pero hay un motivo mucho más profundo. La santísima Virgen tiene indudablemente el carisma de establecer vínculos de amor personal y de entregar amor personal. Quien quiera prepararse para afrontar tiempos difíciles tiene la posibilidad de ahondar en la figura de Jesús y, así, puede ser que Dios le conceda el don de una vinculación personal al Señor. Pero si profundiza en la figura de María santísima, accederá a una "vitalis Christi cognitio". La Madre del Señor es la persona que salva a Dios de la despersonalización. Ella nos preserva de la despersonalización en nuestro trato con Dios. ¡No se imaginan cuán despersonalizado es hoy el amor con que se ama a Dios! Medítenlo a fondo.

Quizás desde este punto de vista comprendan mejor aquella otra consigna clásica de la devoción mariana: "El camino que pasa por la santísima Virgen es el más fácil, el más seguro y el más corto para alcanzar una profunda intimidad con Cristo y un profundo estar poseído por Cristo".

Tomado de: "Jornada de Delegados de la Familia de Schoenstatt", 16 al 20 de Octubre de 1950.

 

viernes, 23 de mayo de 2025

CRECER EN LA PASIÓN POR CRISTO

Ser otro Cristo, llegar a ser otro Cristo

En el campo de la educación de uno mismo y de los demás ¿qué meta proponer para la vida y la educación de quien se está formando? Cristo es esa meta. Y Cristo tal cual vive en María santísima.

Hay una fuerza vital que nos ayudará a ser "alter Christus", otro Cristo; a ser imágenes del Señor, no sólo a plasmarlo en nuestro entorno sino a vivir en intimidad con él. Y esa fuerza vital es también Cristo, tal cual vive en su santísima Madre. ¿A qué estilo de vida aspirar de ahora en adelante? La respuesta es idéntica: Cristo. Cristo es a la vez puerto hacia donde ponemos proa y fuente de energías para la empresa; Cristo es la pauta de nuestro estilo de vida interior y exterior. Pero siempre desde el punto de vista de la experiencia crística que tuviera la santísima Virgen. Cristo tal como ha vivido en su bendita Madre, Esposa y Compañera. Se nos abre así un mundo extraordinariamente hermoso, un universo vasto y fecundo; una constelación que nos atrae, que nos ofrece su ayuda y que nos socorrerá efectivamente en la tarea de hacer realidad el gran programa del año, el programa de vida que nos hemos propuesto.

1. Cristo es la gran meta de nuestra vida

Revistámonos de Cristo; que él sea el único y gran objetivo de la educación. Sí, que el Señor sea la meta en el área de la educación del mundo, en la formación de nuestro pueblo y nuestra patria, en la modelación de nuestra gente, de nuestras familias.

Hablamos muy a menudo de la Virgen y destacamos su papel. Lo hacemos contemplándola en todo momento como la "pequeña María", conformada con Cristo. En su persona encontramos al Señor, que se refleja en el espejo de su Madre y Esposa. Es Cristo mismo quien resplandece en la faz de su divina Madre. No olvidemos nunca que la santísima Virgen es siempre la Esposa y Compañera de Cristo.

¿Qué significa que Cristo sea la meta de nuestra educación? Meditemos sobre este interrogante en el silencio del corazón, más allá de los distintos grados de compromiso que tengamos en lo pedagógico. Y espontáneamente nos detendremos en aquellas palabras del Credo: "Et Verbum caro factum est". Y la Palabra se hizo carne. La segunda persona de la santísima Trinidad asumió la naturaleza humana individual que te ofreció la bendita entre las Mujeres con una actitud maternal y esponsalicia. El Verbum Divinum se apropió de esa naturaleza y la Palabra se hizo carne, se hizo hombre. La Sagrada Escritura subraya que la Palabra no se hizo hombre (homo factum est) sino carne (caro factum est). Vale decir que el hombre, en cuanto ser dotado de un cuerpo de carne, celebra su desposorio con la Palabra Eterna en la medida en que ésta asume una naturaleza individual.

Ahora bien ¿qué se desprende de esta realidad? Recordemos el pensamiento que nos sirve continuamente de cimiento y base de nuestras reflexiones: las cosas creadas no sólo son pensamientos encarnados de Dios, sino también deseos encarnados de Dios. En el punto que estamos reflexionando, "cosa creada" es la naturaleza humana de la Palabra de Dios hecha carne. Y en cuanto al deseo divino que se encarna allí, podemos decir que Dios eleva la naturaleza humana por medio de la encarnación de la Palabra. La naturaleza humana divinizada de Cristo es la "causa exemplaris" (causa ejemplar), el modelo de humanidad grato a Dios, del ideal de hombre que Dios quiere encarnar a través de nosotros.

Rememoremos aquel versículo del Génesis: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (cf. Gen 1,26). Las palabras "imagen y semejanza" adquieren ahora una forma muy palpable y perceptible por los sentidos. ¿Cómo es esa semejanza divina? "Et Verbum caro factum est". La Palabra de Dios encarnada es imagen de Dios; es imagen hecha a semejanza del Dios Eterno. Esa es precisamente la imagen que debe encarnarse en nosotros mismos. De ahí que el objetivo de nuestra educación sea sólo uno: ser otro Cristo, revestirse de Cristo.

Adecuándonos a la situación que nos toca vivir en el mundo de hoy, ciertamente podríamos decir que el objetivo de la educación es formar un hombre perfecto. Pero esta meta sola no es suficiente. El objetivo es modelar en nosotros al Cristo perfecto. Por lo tanto nuestro objetivo es siempre un objetivo sobrenatural.

Apuntamos no sólo a un perfeccionamiento de la naturaleza en todos sus aspectos, sino también a una elevación de la misma.

He aquí, pues, nuestro anhelo: revestirnos de Cristo, ser como él, peregrinar por el mundo como otros cristos. Les repito que éste es el ideal a seguir.

¡Cuántos pensamientos vienen a nuestra mente en este campo! Examinemos lo que nos dice el Señor sobre nuestro anhelo de ser como él. Repasemos la hermosa parábola de la vid (Cf Jn 15,1-17). Jesús es la vid y nosotros sus sarmientos. Se nos invita pues a integrar una misteriosa biunidad con el Señor, a ir por la vida conformando una misteriosa biunidad con él. Y a hacerlo en profundidad. De ese modo se cumplirán las palabras del apóstol san Pablo sobre la cabeza y los miembros (Cf. 1Cor 10,14-17; 12,12-31; Rom 12,4-5). .......

En la sociedad actual detectamos la existencia de distintas imágenes y concepciones del hombre, incluso algunas muy nobles. Pero, meditando sobre ellas, advertimos que ninguna posee el grado de nobleza y dignidad de aquella que propone para el hombre "revestirse de Cristo, ser otro Cristo".

                               Tomado de: "Conferencia para las Hermanas de María", 6 de Abril de 1946.

viernes, 16 de mayo de 2025

CRISTO Y LA MUJER

Los Padres de la Iglesia nos llaman la atención sobre una determinada diferencia entre el hombre y la mujer. En alusión a la imagen de Jesús, nos dicen que el hombre representa la cabeza de Cristo, y la mujer, su faz. Pero ¿qué significa representar la faz de Cristo? La vida que bulle en el interior de un hombre se manifiesta en su rostro. La cabeza es la sede de la claridad de pensamiento y voluntad. A través de su conocimiento, el hombre señala caminos y se constituye en guía. La mujer, en cambio, tiene la misión de manifestar el rostro de Cristo. De tal manera que toda vida que alienta en el mundo recibe así la impronta de Cristo.

Reflexionemos un poco sobre la sociedad en la que vivimos hoy. Sin pretender realizar ahora un análisis exhaustivo, podemos afirmar que el mundo de hoy es presa de una gran confusión. La detectamos en todas partes, incluso en nuestra propia familia. Todo parece sumido en el caos y la desolación. Frente a tal estado de cosas es necesario recordar que es ahora cuando se echan los dados; es éste el tiempo en el que se está decidiendo qué rasgos tendrá el rostro del mundo en los próximos —estimativamente— cinco siglos.

La mujer está llamada a representar realmente el rostro de Cristo; todo su ser debe dar un testimonio claro del ideal que Dios ha previsto para ella. Para estar a la altura de esta vocación ¿cuál será entonces la tarea de la mujer? Procurar que los próximos siglos lleven el sello de los rasgos de Cristo. En Schoenstatt se nos ha confiado la misión de salvar la imagen de María santísima, la auténtica imagen de la mujer. Seamos, por lo tanto, guardianes y centinelas de esa maravillosa imagen de la mujer. Que toda nuestra persona lleve siempre sobre sí la impronta del rostro de Cristo, en todo lugar donde estemos o vayamos, tanto en el taller o la fábrica como en la oficina o la familia. Más aún, que a todo lo que realicemos le imprimamos siempre esos divinos rasgos del Señor.

¡Qué importante es este santuario del ideal de la mujer! Hemos sido llamados para ser sus custodios y vigías. Velemos para que sea encarnado con perfección por nosotros mismos y por los que nos hayan sido confiados. Seamos encarnación viviente del ideal de la mujer, porque el ejemplo de vida mueve más que las meras palabras. Y recordemos además aquellos versos de Dante Alighieri: "Contemplar la faz de María santísima y pecar, es imposible".[3]

¡Qué grandeza y qué don del cielo es llevar los rasgos de Cristo estampados sobre nuestro propio rostro, irradiarlos en nuestro entorno y hacer resplandecer a Cristo en cada una de nuestras acciones! De ese modo, Cristo caminará a través de nuestra persona por el mundo y el tiempo actual; naturalmente lo hará entonces en la figura de una mujer y, por lo tanto, en la figura de María santísima.

 

Tomado de: "Conferencia a las dirigentes de la Juventud Femenina de Schoenstatt", 5 de Agosto de 1950.

  

viernes, 9 de mayo de 2025

ACCESOS A LA IMAGEN DE CRISTO JESÚS

1. Imagen exterior de Jesús y actitudes de su alma

¿Qué detalles conocemos de la apariencia exterior de Jesús y de su interioridad? Meditemos sobre la imagen del Señor y contemplemos sus rasgos nobilísimos para saber con mayor certeza cómo tendría que ser nuestro propio rostro. Y así, luego, al reflexionar sobre esos rasgos en lo secreto del corazón, advertiremos cuánto necesitamos una y otra virtud o cualidad que resplandecen en la persona de Cristo.

Este es un tema en el cual podríamos detenernos largamente. Llevamos a Cristo en nosotros, somos sus portadores y servidores; somos aquellos que lo dan a luz para el mundo de hoy y lo ofrecen a los demás hombres. Esta vocación de identificación tan honda con el Señor nos lleva a confrontarnos con la totalidad de su imagen.

I. ¿Cómo era la apariencia exterior de Jesús? Pregunta difícil de responder. Disponemos de muy escasos documentos sobre este asunto. Quizás los apóstoles hayan hablado sobre la fisonomía del Señor pero no dejaron ninguna constancia escrita. Imaginemos que nosotros fuimos testigos oculares de la vida de Jesús y luego escribimos nuestras impresiones de lo que vimos y oímos. Creo que en nuestro relato necesariamente habríamos hecho referencia a la apariencia exterior de Jesús.

¿Cómo eran sus ojos? ¿Era su mirada melancólica o alegre? Nada nos dicen los Evangelios al respecto. ¿Acaso a los apóstoles no les había impresionado la fuerza que se irradiaba del Señor? Sí, por supuesto, pero el Espíritu Santo los guió de tal manera que fueron capaces de pasar de lo exterior a lo interior, y dar así testimonio de lo primordial, de lo más grande, de la interioridad. Los discípulos no pusieron por escrito todo lo que se hablaba entre ellos. Posiblemente dialogaron sobre la fisonomía de Jesús, pero, repito, el Espíritu Santo dispuso las cosas de tal manera que hoy no sabemos mucho sobre la apariencia exterior del Hijo de Dios.

Creo que lo expuesto se podría resumir en tres puntos:

a. La persona de Jesús irradiaba una gran fuerza. Recuerden, a modo de ejemplo, aquel pasaje del Evangelio cuando el Señor encuentra a un joven, a quien lisa y llanamente le dice: "¡Sígueme…!" (Jn 1,43). Y el muchacho dejó todo y fue tras él. Por supuesto, la impresión recibida por el nuevo discípulo había sido preparada de alguna manera por el contacto anterior con los apóstoles y lo que éstos le habían relatado sobre Jesús. Pero, sea como fuere, el Señor ejercía un dominio y una atracción especial sobre los corazones de los hombres.

b. Miremos un poco más en lo profundo, tratemos de vislumbrar la esencia de su personalidad. Si bien Jesús demostraba continuamente una gran cercanía a la gente, ello no quitaba que estuviera revestido de una gran majestad. Contemplemos la majestad de su persona. «Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: ’Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador’» (Lc 5,8). ¿De qué nos está hablando esta escena? De una extraordinaria tensión entre cercanía y lejanía, entre la línea que va al otro y la que vuelve.

c. En la mirada se expresa toda la persona; y esto lo sabe todo aquel que tenga experiencia en el trato humano. Los ojos del Señor irradiaban una fuerza especial; su mirada expresaba la esencia de su personalidad, era su símbolo. Recordemos el pasaje evangélico de la negación de Pedro (Lc 22,54-62). Aquello era el pecado más grande que uno se pueda imaginar, mucho más que los pecados contra la santa pureza. Simón Pedro tenía que caer para que se convirtiese de una vez, para que abandonase su orgullo solapado. Y fíjense que digo a propósito solapado. Bajo capa de un pretendido amor a Jesús ¡en el fondo Pedro se buscaba a sí mismo! Así, pues, el Señor permitió que Pedro cometiese el pecado más grave. Sí; Pedro pecó. Pero he aquí que luego Jesús pasa a su lado y lo mira a los ojos. Y esa mirada logró lo que toda una educación no había podido conseguir: Pedro llora amargamente y reconoce su miseria y debilidad. Ahora sí que está en condiciones de ser la roca de la Iglesia, de ser declarado sucesor de Cristo.

Estos son sólo algunos rasgos exteriores de la persona de Jesús. Nosotros queremos dar a luz a Cristo, ser portadores de Cristo y llevar a Cristo a todos los hombres. ¿No debería entonces nuestra apariencia exterior parecerse un poco a él? ¿No debería irradiarse de nosotros una gran fuerza que alcanzase a los demás? No una fuerza que sea simulada, sino que brote de la desbordante riqueza de nuestra vida interior.

Tomado de: "Retiro para las Hermanas de María", 25-27 de Agosto de 1950.

 

  

viernes, 2 de mayo de 2025

COBIJADO EN EL PADRE

 ¿A qué se debe que el niño esté tan cobijado, que viva tan espontáneamente su propia vida? En parte, porque tiene una sana fe y confianza en las propias fuerzas, pero también porque sabe que lo rodea un poder fuerte, bondadoso y fiel: el padre y la madre. El niño se siente asegurado en ese poder y esto siempre se realiza felizmente, aún cuando los padres solo con muchos desvelos puedan alimentar y vestir al niño. El niño no mira muy lejos; así crece en él la conciencia de que puede confiar en sus propias fuerzas y que lo está rodeando un poder fuerte, bondadoso y fiel. Por eso vive su vida tan silenciosamente contento.

El amor filial implica un cobijamiento sumamente fuerte, esto es: el cobijamiento de la voluntad y el cobijamiento de la afectividad.

Empeñémonos en no abandonar la mano del Padre con una confianza sencilla, simple e iluminada. Sabemos que el Padre eterno tiene el poder de protegernos y de conducirnos: solamente precisamos asir firmemente la mano bondadosa.

En la expresión: "Abbá, querido Padre" resuena un cobijamiento, una tranquilidad y una paz sumamente profundos.

Todo hombre necesita su nido. Pero jamás tendrá tranquilidad hasta que no haya hallado su nido primero en el corazón de Dios.

El hombre tiene apego a su nido, es decir, tiene un fuerte impulso de tener un nido propio. Si el buen Dios nos deja caer de varios nidos de segundo o tercer rango —y ciertamente que a veces lo hace— ¿qué busca entonces? Quiere llevarnos al nido último, al nido primero de su sacratísimo corazón.

En toda inseguridad y descobijamiento Dios quiere brindarnos mayor seguridad y cobijamiento en su mano y su corazón. Esto vale para la vida individual tanto como para la vida de los pueblos.

Tenemos que cuidarnos de no identificar primariamente filialidad con cobijamiento. Más bien tenemos que identificar filialidad con entrega de sí mismo. Lo secundario, el efecto de esta entrega de sí mi es el cobijamiento.

Si buscamos a Dios desinteresadamente viene por sí mismo el descanso, la felicidad y el cobijamiento.

El sentido del desamparo es alcanzar un grado más alto de sencilla filialidad. Por lo tanto, debemos rezar mucho y fervorosamente pidiendo un grado muy elevado de filialidad ante Dios. Esta filialidad es la hazaña de la vida, nuestra mayor hazaña. Por eso la filialidad no puede ser nada blando. Quien hoy día es un niño sencillo, es realmente un héroe.

La filialidad confiere la fuerza de soportar convenientemente todos los estados de angustia y —en gran parte— también de vencerlos.

Quien no emplea el desamparo para inclinarse vigorosamente ante Dios, seguirá siempre siendo débil.

En el desamparo y abandono interior, el niño aguarda sosegada y ecuánimemente hasta que el Padre eterno, habiéndolo previamente purificado, lo atraiga tanto más hacia Él.

Quien en su descobijamiento no aprende a hallar el canino hasta el supremo punto de descanso, Dios, no podrá llegar a ser grande y vigoroso.

Si ya —en parte— nos hemos hecho niños, entonces nuestra alma crecerá tanto más si las dificultades son grandes que si son de poca monta.

Cuanto más filialmente me comporte con Dios, tanto más riquezas volcará Él en mi alma.

El buen Dios quiere aumentar su honor de un modo original mediante mi vida. Pero el honor de Dios implica siempre, simultáneamente, mi felicidad. Si mediante mi vida glorifico a Dios como Él lo quiere, seré tan feliz como Él lo tiene previsto.

Padre José Kentenich, Aforismos, 1970