Con ocasión de sus bodas de plata sacerdotales, en 1935, el padre Kentenich celebra con la Familia de Schoenstatt y extrae conclusiones haciendo un examen retrospectivo de los años de su acción sacerdotal y de la estrecha cooperación con los suyos.
Agradecimiento a los vivos por la cooperación
en la obra compartida.
Permítanme pronunciar unas palabras de agradecimiento
dirigidas a los vivos. Me refiero sobre todo a aquellos que, sea a lo largo de
los veinticinco años o de una gran parte de ellos han unido el destino entero
de su vida al mío. Permítanme reiterarlo: busquen en el presente una segunda
comunidad que sea en tal medida espíritu del espíritu y carne de la carne de
sus miembros individuales como lo es la nuestra. ¿O acaso estoy exagerando? ¿Es
que no hago más que recurrir a un par de maniobras tácticas para sacudirme todo
aquello que, en realidad, es desagradable, y trasladárselo a otros? No; estoy
convencido de que la Obra entera que ha surgido es de igual modo obra de
ustedes como mía. No sé por dónde he de empezar. Como toda la celebración tiene
ya un carácter familiar, no me tomarán a mal que hable en primera persona un
poco más de lo que es costumbre en mí. […]
El encuentro despertó conocimientos y calidez
del corazón.
¿Me tomarán a mal que intente perfilarles su
participación en esta Obra? Entonces tengo que admitirles, ante todo, que
ustedes mismos han tenido una influencia extraordinariamente fuerte en mi
propio desarrollo personal. […]
El libro que yo he leído es el libro del tiempo, el libro
de la vida, el libro de su alma religiosa. Si ustedes no me hubiesen abierto
tan sin reservas su alma, la mayoría de las conquistas espirituales no se
hubiesen hecho jamás. Eso no puede leerse en los libros: solamente puede leerse
en la vida. Y también tiene razón una de nuestras hermanas de María cuando
dijo, hace un par de días: «Como dependíamos tanto de usted […] se despertaron
también en usted muchas cosas que, presumiblemente, sin eso no se hubiesen
despertado». Si lo primero se refiere más al conocimiento intelectual, lo
segundo se refiere más al desarrollo, más a las capacidades del corazón.
Ayer por la tarde uno de los antiguos de nuestra Familia
me recordó cómo ya en el tiempo en que ellos estaban en la guerra yo tengo que
haber tenido un corazón cálido: según él recuerda, yo cuidaba secretamente de
todo tipo de pequeñeces: un pasamontaña, una camiseta, etc. Es verdad: yo dejé
que se despertara en mí mucha calidez de corazón para nuestra juventud de
entonces. Pero ese desarrollo ha continuado a través de todas las personas que
Dios me ha regalado y que me pusieron exigencias.
Si quieren saber dónde reside el secreto de una
fecundidad casi sobreabundante permítanme decirles que reside en esta profunda
unión recíproca interior. Y si antes se preguntó de dónde proviene esa riqueza
del corazón y de la mente, he de decirles que un ser humano que ama, que, en
última instancia, ha depositado su amor en el corazón de Dios, participa en
cierta medida en la inconmensurable riqueza del amor de Dios. Y si hay algo que
no empobrece es amar, regalar la calidez del corazón. Y todos ustedes, que me
han puesto exigencias ‒a
veces en voz alta, a veces en silencio‒
pueden decirse a sí
mismos que sin ustedes yo no sería
personalmente lo que soy hoy. No deben subestimar particularmente este punto,
esta serie de pensamientos. Una vez más:
si quieren saber cuál es
la fuente de la riqueza de la mente y del corazón,
he aquí esa fuente. Y es mi deseo y petición que Dios conceda a las generaciones
futuras tantas ocasiones de servir silenciosamente en segundo plano a las almas
de las personas como las he tenido yo. La mayor riqueza refluye a aquel que se
esmera por poner todas sus fuerzas al servicio de las almas. […]
Cada uno ha aportado cosas importantes.
Comunidad significa armonía de los corazones. Y si se
puede decir que la Familia se caracteriza por una profunda comunión interior de
los distintos miembros, eso proviene en gran parte de que la mayoría han
aportado lo mejor de sí mismos a la Familia en su conjunto. Y me permito
pedirles a todos y a cada uno que admitan con sinceridad y humildad lo que vive
en la Família gracias a la sangre de sus propias venas ‒y, si no lo saben, gustosamente estoy
dispuesto a decírselo
en privado‒.
Si quieren estarme agradecidos por algo, entonces lo
único es esto: que me haya esforzado por retomar todo lo que estaba surgiendo
en ustedes, por abrirles un camino y, una vez que eso vivía en cierta medida
también en la comunidad, emitirlo como consigna. […]
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