Tener confianza en el
educando, confiarle cosas, confiar en su capacidad de alcanzar logros.
La confianza en el sentido de
la pedagogía de confianza del padre Kentenich designa:
1) la confianza en lo bueno
que hay en la persona y en su tarea única e irrepetible
‒ tanto en el educando
‒ como en el educador;
2) la confianza en el
crecimiento, que se produce en virtud de leyes y constantes propias; dadas las
correspondientes condiciones, a lo largo de ese proceso surgirá espontáneamente
algo;
3) la confianza en la
conducción de Dios: él puede escribir recto también en renglones torcidos.
Promover talentos. La
meta de la pedagogía de confianza es descubrir y llevar a su madurez los
talentos depositados en el educando. Si Dios ha depositado una capacidad en la
persona, en la verdadera maternidad [o paternidad] todo impulsará a llevar
dicha capacidad a su madurez, aunque más tarde la persona en cuestión me
supere.
No hay absolutamente nada más grande en la educación que
ver que aquellos a quienes he educado están parados sobre mis hombros. Yo mismo
he pasado a ser superfluo. […]
Creer en lo bueno que hay en el otro a pesar
de las decepciones. Queremos mantener la fe en lo bueno que hay
en la persona. Queremos hacerlo, en primer lugar, a pesar de las innumerables
decepciones; y, en segundo lugar, aunque haya que constatar toda una cantidad
de errores. Como psicólogo tengo que decirme que tales errores en la edad
juvenil no son siempre tan peligrosos. […]
Dejar que cometan tonterías.
Dejar que los hombres cometan tonterías, no malgastar la última autoridad
propia. Sin duda, tengo que preservar a la persona joven de desaciertos, pero
puedo permitir tonterías y descarríos. Lo único que no debo permitir son
aquellas tonterías de las que sé que, si ocurren, la persona se deslizará
rápidamente pendiente abajo. ¿No fue acaso así cuando nuestros padres nos
dijeron esto o aquello? Pero no les creímos hasta que nosotros mismos lo
experimentamos. En cualquier caso, pienso que ustedes no deberían considerar
interiormente tan malos este tipo de descarríos. Exteriormente, en atención a
la disciplina, habrá que intervenir; pero interiormente no ponerse tan
furiosos. […]
No ahorrarles nunca las luchas.
Por último: hemos de creer en lo bueno que hay en la persona también cuando las
luchas se hacen más intensas y continúan siéndolo. Y permítanme agregar algo
más: ¡no les ahorremos nunca las luchas a nuestros hijos! Si empezamos con eso,
los educamos a todos a la dependencia e inmadurez. Y les aseguro que si les
ahorran las luchas a aquellos que les han sido confiados ‒sea que les resuelvan rápidamente las dificultades o que les
ahorren las luchas haciendo pesar en la balanza, aun sin quererlo, el mayor
peso de su personalidad‒ la
consecuencia será que
un ser humano honesto dará
gracias de rodillas a Dios cuando ustedes hayan desaparecido del mapa, cuando
hayan muerto. […]
Procuren que cada cual libre por sí
solo sus luchas y batallas.
Digo, por cierto: quiero saberlo todo. Pero ¿intervenir?
Ni se me ocurre. Yo no intervengo. Que tengan tranquilos sus tropiezos, con tal
que no caigan muy abajo. De otro modo, no llegarán a ser personalidades
vigorosas. De otro modo, no estaremos educando para la vida, estaremos educando
muñecos, pero no seres humanos que están insertos en la vida.
J. Kentenich, 28 al 31.05.1931, en Ethos und
Ideal in der Erziehung, 238 ss.