¿Qué es, pues, lo que debo comentar con Dios de manera especial? […] (En primer lugar,) las impresiones no digeridas que proliferan en la vida subconsciente de mi alma y que constantemente embarullan todo; y, en segundo lugar, mi sentimiento de culpa. Aquí tengo que advertir primeramente de nuevo acerca de que, realmente, son innumerables las personas que hoy en día están también físicamente enfermas. ¿Saben por qué? Por esas impresiones no digeridas. …. Ahora tienen que reflexionar cuántas impresiones absorbemos, cuántas absorben incluso nuestros hijos, y que nunca digieren.
Ahora, si
quieren seleccionar impresiones especialmente claras, profundas, incisivas en
su propia vida, tienen que pensar, tal vez en una grave desgracia: por ejemplo,
que se me haya privado de mi honor. ¿Comprenden qué impresión profunda deja eso
en los sentimientos?
Muchísimas
personas reprimen eso, lo empujan hacia abajo, pero no lo elaboran. Y cuando
esas impresiones no se elaboran, operan casi como serpientes que se arrastran
durante un tiempo por el subconsciente y que, de pronto, saltan hacia arriba.
¿Qué efectos tendrán? Hay en mí una fuerza oculta que me hace estar siempre
intranquilo.
O bien, una
vez he tenido en mi vida una desgracia tremenda, por ejemplo, la comisión de un
pecado muy grave y horrible. Lo he confesado; en realidad, ya está absuelto,
pero, aun así, no está interiormente elaborado. (….) Pensemos cuántas
impresiones se esconden todavía en mí que todavía no he aceptado interiormente,
no he elaborado interiormente. ¿Qué objetivo debo perseguir con esa
elaboración? No debo descansar hasta que el ritmo de mi vida personal se
sincronice con el ritmo de la vida de Dios.
¿Qué
significa esto, en la práctica? Tengo que extraer lo que se esconde en ese
acontecimiento, lo que Dios quiere decirme. (….) Por ejemplo, he tenido mala
suerte en los negocios, perdiendo de pronto dinero de a miles. ¿Lo ven?
Entonces no se trata de que yo salga y me emborrache para ahogar toda esa
historia. La pregunta es: Dios querido, ¿qué quieres tú con ello y qué debe
decir ahora mi corazón en vista de lo sucedido?
Voy a contarles un ejemplo de la vida
corriente, cotidiana, para que comprendan la expresión según la cual la cabeza
y el corazón deben estar en sincronía con el ritmo de vida de Dios. Supongan,
por ejemplo, que alguno de ustedes sabe tocar muy bien el piano. Pero en el
negocio ha tenido mala suerte y está nervioso. ¿Qué he de hacer ahora? A fin de
cuentas, para eso está la esposa, ¿no? Pero la esposa es astuta, conoce a su
marido y sabe: si logro llevar ahora a mi marido hasta el piano, comenzará a
tocar furiosamente el piano, de un lado al otro (del teclado), y, pasados diez
minutos, se habrá tranquilizado.
En otro caso,
(la esposa) dice así: si logro inducir a mi marido a que salga al bosque que
hay cerca, una vez que haya estado un cuarto de hora en el bosque regresará a
casa y será el hombre más espléndido del mundo. Así no tendré que soportar su
nerviosismo. ¿Comprenden que eso puede ser así? Pero ¿dónde reside la
psicología de este método? Tomen, por ejemplo, el bosque. El hombre que sale al
bosque pateará y correrá todo lo que pueda – todo eso está todavía rabiando en
su interior, ¿no? – Pero no pasará mucho tiempo hasta que se absorba en sí la
tranquilidad del bosque. ¿Qué absorberá? El ritmo del bosque. Pues bien, ¿qué
debo absorber yo? El ritmo de la vida de Dios. Tengo que saber cómo juzgaría
Dios el acontecimiento en cuestión y qué exigiría él de mí. Y entonces, no cejo
hasta que todo el ritmo de mi vida se haya sincronizado con el ritmo de la vida
de Dios. Entonces me convertiré en un hombre sano y santo, y no sabré cómo se
ha dado. Este es el secreto de los santos: no es que hayan ido a tocar el piano
ni salido al bosque cuando estaban excitados, sino que comentaron todas sus
dificultades con Dios.
J.
Kentenich, 28 de Mayo de 1956, en Am Montagabend, T. 2, 251 ss.
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