El viernes de la semana pasada nos detuvimos a reflexionar, de la mano de nuestro Padre fundador, sobre la imagen exterior de Jesús. Hoy pasamos a meditar las actitudes internas de su alma. Tres son las características que señala el P. Kentenich en el retiro que da a las Hermanas de María en el mes de agosto de 1950: en primer lugar, se detiene en el hecho de que el Señor en su trato con los hombres actúa con una grande y soberana libertad; en segundo lugar, nos muestra que esa libertad interior va unida a una gran serenidad, y por fin destaca su gran fidelidad, Jesús es fiel.
Hoy nos detenemos en la
lectura de las palabras del Padre sobre la primera característica. Dice así:
“En su trato con todos los hombres, Jesús
actúa con una grande y soberana libertad. Observando con mayor detención,
notamos que él también manifiesta esa libertad en relación con las necesidades
más primarias y naturales del ser humano. Y entre ellas incluimos el hogar y
las personas, en suma, toda la creación visible. Comprueben cómo en este campo
existía una sana tensión en el corazón del Señor.
Pensemos, por ejemplo, en la realidad del
hogar. En cierta oportunidad, Jesús nos hace esta conmovedora revelación sobre
sí mismo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo
del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). ¿Qué vislumbramos en
estas palabras? La sincera confesión de una necesidad natural. Esta escena se
ubica en el lapso de los tres años de su vida pública, cuando peregrinaba por
caminos y ciudades. Palabras que testimonian el ardiente anhelo de tener un
lugar donde morar establemente.
Jesús se nos presenta así como una persona
dotada de un firme y sano sentido para la vinculación local, vale decir, con
una fuerte y sana sensibilidad humana. Él es el ideal de una sana naturaleza
humana con sanas necesidades humanas. Sin embargo, calando más hondo en la
meditación de estos textos, advertimos cuán libre es el Señor frente a esas
necesidades, cuán grande es su libertad en relación con ese anhelo de tener un
terruño propio, al cual vincularse y en el cual echar raíces. Luego de haber
permanecido treinta años en su hogar, el Padre dio la señal. Jesús abandonó
entonces todo, y no quiso saber nada más de su tierra. Y, en cierto sentido,
tampoco quiso saber ya nada más de sus padres, de su misma madre. Ustedes
conocen los pasajes del Evangelio en los cuales el Señor pone de manifiesto esa
libertad interior. Recordemos aquella oportunidad cuando, rodeado de gente
sentada a su alrededor, le dicen que su madre está ahí, afuera, y lo llama.
Quizás se había enterado de que se cernían grandes peligros sobre su Hijo y
quería ponerlo sobre aviso (cf. Mc 3,31-35). ¡Qué humana nos resulta la escena
de la madre que viene a ver a su hijo! Hoy casi nos hace sonreír esta sencillez
e ingenuidad propias de una madre. ¿Y cómo reaccionó Jesús? ¿Quién es mi padre
y mi madre? Yo debo estar en las cosas de mi Padre (cf. Lc 2,49), y no se hable
más de ello. Es bueno cultivar un hogar, pero yo debo estar allí donde el Padre
me quiere: peregrinando de pueblo en pueblo, fuera del ambiente de la casa
paterna. "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado" (Jn
4,34). En sus palabras y sus obras Jesús no sabe de otra consigna sino de
aquella de girar siempre en torno al Padre. Brújula de sus pasos es la voluntad
de Dios. Y si él, el Padre, así lo quiere, incluso hasta las necesidades más
urgentes habrán de pasar decididamente a un segundo plano.
¿Advierten la gran amplitud de la libertad
del Señor? Él se nos presenta como aquel que tiene verdadera libertad interior
y verdadera grandeza interior. ¿Queremos irradiar como el sol? ¡Que reine
entonces Jesús en nuestro corazón; que sea él quien nos eduque en esa gran
libertad! ¡Libres de toda atadura, libres de todo, a fin de ser libres para él!
Jesús está unido a Dios Padre, por eso es libre frente a cualquier otra
creatura.
San Francisco de Sales nos ofrece un
pensamiento muy hermoso. Nos dice que hay que despojarse de todas las
afecciones, incluso de las más nobles, y elevarlas a Dios como ofrenda. Y
cuando se haya hecho tal oblación, Dios volverá a revestir al alma de estas
mismas afecciones, pero ahora unidas a él y arraigadas en él. Fluirán desde
Dios a la creatura y así, por ejemplo, amaremos a nuestro padre y a nuestra
madre, a nuestro trabajo, etc., pero con una cierta garantía interior, ya que
todo estará vinculado a Dios. La libertad frente a lo creado se sustenta en una
fuerte vinculación a lo divino.”
Nota: la semana que viene seguiremos con la segunda característica.
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