Seguimos meditando sobre diversos aspectos de nuestro amor a Dios y al prójimo. Hoy nos invita el Padre Kentenich a recordar el manantial del que brota todo amor, la motivación que nos quiere ayudar en nuestra tarea cotidiana de amar a nuestro prójimo. Las páginas que citamos del libro “La santificación de la vida diaria” nos conducen en nuestra meditación.
“El mismo Jesucristo, en su respuesta al
escriba que le preguntaba por el primero y más importante de los mandamientos,
nos aclara ampliamente la motivación que debe tener nuestro amor al prójimo.
Nos señala la fuente de la que brota y nos indica sus efectos. De forma breve y
concisa afirma el Señor: “El otro (mandamiento) es semejante al primero: amarás
a tu prójimo…”. Ya sabemos cómo debe interpretarse la frase. El amor a Dios
y al prójimo son, en el fondo, un único amor, son hermanos gemelos. Como
dicen los teólogos, tienen un único objeto formal: Dios, aunque su objeto
material sea distinto. Por tanto, el amor al prójimo brota del amor a Dios. Queremos
procurar colocar esta verdad en un contexto más amplio.
Apropiarse de la perspectiva de Dios
Sabemos por experiencia cuánto depende el
juicio que emitimos en la vida cotidiana sobre circunstancias, cosas o
personas, del punto de vista desde el que juzgamos. …. En este punto sólo podrá
producirse un cambio si asumimos una posición neutral que expanda nuestro
estrecho horizonte, trazado por el egoísmo, y nos haga ver las cosas en su
verdadera magnitud. La posición debe ser neutral. Por tanto, no la hallaremos
ni en nosotros mismos ni en nuestros semejantes. Debemos ir más allá de ambos y
colocarnos de forma inmediata sobre el terreno de Dios. De él es de quien
reciben las cosas su medida y su peso. En efecto, él es la medida de todas las
cosas, también para la estima y valoración de nuestros semejantes. Él los ha
recibido como hijos, los ha hecho miembros de Cristo y templos de la Trinidad.
De ese modo, estamos ante ellos como ante una maravillosa nueva creación del
amor divino. Y cuanto más nos acerquemos a Dios con el entendimiento, la
voluntad y el corazón, tanto más se modificará todo ante nuestros ojos. Es que
los elementos en los que vive Dios son la luz y el amor. Nos apropiaremos así
cada vez más de esos dos elementos, que se convertirán al mismo tiempo en norma
para el juicio y la valoración de las obras de sus manos. Dios ama a los
hombres, a pesar de sus debilidades, como la niña de sus ojos. Por eso los ha
rescatado a un alto precio: la sangre de su Hijo Unigénito. Él los nutre
constantemente con su vida divina, a fin de poder recibirlos un día en su
comunidad eterna de vida y de amor.
¡Él es el amor! Clemente de Alejandría nos
advierte que Dios ha utilizado su omnipotencia y ha creado el mundo a fin de
derramar sobre el mundo su bondad y su amor. Según Clemente, somos nosotros,
los hijos de Dios, los que tenemos en la creación la posición mejor y más
segura. “Más que a todo lo demás ama él al hombre… su obra más hermosa… Como el
padre y la madre miran con íntima alegría a su hijo… así mira el Padre del
cielo a sus hijos. Él los ama, los apoya, los protege y los llama tiernamente:
hijitos míos… Hemos de saber que le pertenecemos, que somos su propiedad más
hermosa. Por eso, el hombre debe confiarse a Dios, debe amar a Dios, el Señor,
y considerar eso mismo como la tarea de su vida”. Dios nos ama. Nos ha “tatuado
en la palma de su mano” (cf. Is 49,16). De su amor está llena la tierra (cf.
Sal 119 [118],64). Es una blasfemia pagana afirmar que Dios ya no se ocupa más
de los hombres, de su bienestar y sufrimiento. Ni un cabello cae de nuestra
cabeza sin su bondadosa Providencia. Y él está siempre dispuesto a perdonarnos.
Nos dice, por eso: “Así fueren vuestros pecados como la púrpura, cual la nieve
blanquearán. Y así fueren rojos como escarlata, cual la lana quedarán” (Is
1,18). […]
El santo de la vida diaria ama a su prójimo
porque y como lo ama Dios. Por eso, su amor se caracteriza también por una
grandeza, profundidad y amplitud divinas. Es como el amor de Dios mismo:
permanente, solícito, comprensivo, cuidadoso, conciliador y dispuesto a
perdonar. Los pequeños problemas y necesidades desaparecen al contemplar las
preocupaciones de la gran familia de Dios en la tierra. Despunta así para él un
mundo de perspectivas insospechadas y de grandes leyes y constantes. A la luz y
en el amor del Dios infinito, las debilidades y torpezas naturales, las
imperfecciones morales, los delitos y las ofensas e incluso la misma enemistad
aparecen ahora pequeños e insignificantes. El Dios que es todo misericordia no
retira su amor a los hombres por todas esas cosas. Su amor no es pequeño y
mezquino sino que abarca el cielo y la tierra. Sólo ahora comprende también el
santo de la vida diaria toda la profundidad de la frase de san Juan que dice:
“Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos”
(1Jn 3,14).”
De: La santificación de la vida diaria (1937), 250-252
Qué poder tiene el amor de Dios. Creo que nunca lo había visto de esa manera, reflejado en el amor al prójimo y a las limitaciones propias y ajenas. Mirar con los ojos de Dios es mirar con misericordia infinita. Lo que resulta por demás difícil para los ojos humanos. Pero si Cristo se encarnó, nada es imposible.
ResponderEliminarGracias Paco. Te leo atentamente y es reconfortante todo lo que subís. Quedamos en eso...