LA FUERZA DEL AMOR Y SU PODER PARA DESPRENDERSE DE SÍ
MISMO
“La entrega de
amor tiene una cuádruple función. Posee:
una fuerza liberadora,
una fuerza unitiva,
una fuerza asemejadora y
una fuerza dinamizadora.
Ella desprende
y separa del propio yo. Une corazón y corazón, hasta que ambos palpiten en un
solo latido. Asemeja de forma maravillosa a los que se aman y les otorga un
deseo y poder de petición ilimitado por el que se estimulan mutuamente con
eficacia creadora. (…)
Al contemplar
la vida práctica se comprende el significado de estas expresiones abstractas.
No es necesario buscar demasiado para encontrar material ilustrativo. Todo amor
noble implica estos cuatros elementos, trátese del amor filial o del parental,
del amor de amistad o del amor esponsal o conyugal.
Tomemos lo más
cercano: el amor filial y parental. El poder de desprendimiento y separación
del amor mutuo se muestra aquí en que, no raras veces, por amor mutuo, ambas partes
deben distanciarse de los deseos de la propia naturaleza a fin de encontrarse
de forma más intensa en el alma y pasar así a formar una bi-unidad. A largo
plazo, es inevitable que hijos y padres se asemejen en su pensamiento y en sus
deseos, en lo que aman y odian, y hasta en sus modales. Se puede considerar
como algo evidente que ambas partes tendrán cuidadosamente en cuenta los deseos
de la otra. El amor sobrenatural posee las mismas funciones de desprendimiento,
unión, asemejamiento y movilización. Es muy importante saberlo. Aquí nos limitamos
a poner de relieve el carácter sacrificial de los diferentes elementos
constitutivos.
Si se trata de
la función de desprendimiento y asemejamiento del amor, o del
desprendimiento y traspaso de amor, el nexo interno con el carácter sacrificial
se percibe de inmediato. Ya la sola expresión “función de desprendimiento o
separación”, o bien “desprendimiento de amor” pone suficientemente en claro el
carácter sacrificial al que se está haciendo referencia. Y el amor sobrenatural
implica más que cualquier otro amor noble una suerte de éxtasis, o una muerte
del amor desordenado a sí mismo. Por éxtasis se entiende un ‘estar-fuera-de-sí’.
Este ‘estar-fuera-de-sí’,
en todo el sentido de la palabra, asume formas inusuales en las así denominadas
almas extáticas, cuando se encuentran en estados de éxtasis. El cuerpo se pone
rígido y queda suspendido en el aire. Así, por ejemplo, Pablo relata que fue
arrebatado al tercer cielo. Sin embargo, no sabe si esto tuvo lugar con su
cuerpo o sin él (2Co 12,1-5). No obstante, también en nuestro caso se habla de
éxtasis en un sentido plenamente justificado.
Si mi amor a
Dios o a María es verdaderamente amor personal a un tú, y no mero amor al ello
que opera, tal vez, de forma encubierta, entonces deberé desasirme de mí mismo,
abandonar un buen trozo de amor al yo, especialmente en su forma extrema de
apegarse al yo y esclavizamiento o idolatría del yo. De otro modo, no podré
perderme en Dios y en la santísima Virgen, no será posible que ellos entren en
mí ni yo en ellos, no podrá darse una bi-unidad interior con ellos. Mi corazón
deberá dejar su obstinación egoísta pues, de lo contrario, no podrá
fundirse con el corazón del otro contrayente de alianza. Deberé abandonar la testarudez
pues, de otro modo, no podré estar de acuerdo con el otro, no podré estar
entregado a las mociones del Espíritu Santo, no podré liberarme poco a poco de
las seducciones del mundo, de las tentaciones del demonio y del juego engañoso
de la propia vida instintiva, descuidada y embrutecida.
Por tanto,
también aquí se da algo así como un “perder la cabeza”, es decir, una suerte de
liberación de la propia testarudez. El éxtasis extraordinario tampoco es más
que un estado transitorio para los que han sido elegidos para esa experiencia.
Como fruto permanente habrán de cosechar el éxtasis habitual del amor en la
vida cotidiana, a semejanza de Pablo quien, también fuera de su estado
extraordinario de éxtasis, podía decir de sí: “no vivo yo, sino que es Cristo
quien vive en mí” (Ga 2,20).
Se comprende
así cómo puede afirmarse que el amor verdadero y auténtico despierta y alimenta
la seria voluntad de que muera el propio yo, de que se extinga, a fin de que el
contrayente de amor pueda vivir, posea la vida en desbordante plenitud. Y esto,
una vez más, tiene vigencia respecto de todo amor noble.
No obstante,
como cristianos vivimos y amamos de manera eminente a partir de la muerte y
sepultura de Cristo. El Dios viviente se digna vivir en nuestra alma a partir
de nuestro constante morir misteriosamente en Cristo y con Cristo. Y cuanto más
muera a sí mismo el amor a fin de pertenecer totalmente al tú divino, cuanto
más espacio le haga en el propio corazón, tanto más y de forma tanto más
perfecta recibirá de vuelta, junto al tú divino, su propio yo purificado. Esto
mismo quiere decir el Señor cuando afirma: “El que pierda su vida por mí, la
encontrará” (Mt 10,39). Es un ascenso largo, arduo, doloroso y lleno de
momentos críticos el que el alma amante debe arriesgar antes de alcanzar el
goce del perfecto intercambio de corazones.”
De: Maria, Mutter und Erzieherin (María, Madre y Educadora) (1954),
263-266
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