viernes, 19 de noviembre de 2021

LA FUERZA DEL AMOR

LA FUERZA DEL AMOR Y SU PODER PARA DESPRENDERSE DE SÍ MISMO

“La entrega de amor tiene una cuádruple función. Posee:

una fuerza liberadora,

una fuerza unitiva,

una fuerza asemejadora y

una fuerza dinamizadora.

Ella desprende y separa del propio yo. Une corazón y corazón, hasta que ambos palpiten en un solo latido. Asemeja de forma maravillosa a los que se aman y les otorga un deseo y poder de petición ilimitado por el que se estimulan mutuamente con eficacia creadora. (…)

Al contemplar la vida práctica se comprende el significado de estas expresiones abstractas. No es necesario buscar demasiado para encontrar material ilustrativo. Todo amor noble implica estos cuatros elementos, trátese del amor filial o del parental, del amor de amistad o del amor esponsal o conyugal.

Tomemos lo más cercano: el amor filial y parental. El poder de desprendimiento y separación del amor mutuo se muestra aquí en que, no raras veces, por amor mutuo, ambas partes deben distanciarse de los deseos de la propia naturaleza a fin de encontrarse de forma más intensa en el alma y pasar así a formar una bi-unidad. A largo plazo, es inevitable que hijos y padres se asemejen en su pensamiento y en sus deseos, en lo que aman y odian, y hasta en sus modales. Se puede considerar como algo evidente que ambas partes tendrán cuidadosamente en cuenta los deseos de la otra. El amor sobrenatural posee las mismas funciones de desprendimiento, unión, asemejamiento y movilización. Es muy importante saberlo. Aquí nos limitamos a poner de relieve el carácter sacrificial de los diferentes elementos constitutivos.

Si se trata de la función de desprendimiento y asemejamiento del amor, o del desprendimiento y traspaso de amor, el nexo interno con el carácter sacrificial se percibe de inmediato. Ya la sola expresión “función de desprendimiento o separación”, o bien “desprendimiento de amor” pone suficientemente en claro el carácter sacrificial al que se está haciendo referencia. Y el amor sobrenatural implica más que cualquier otro amor noble una suerte de éxtasis, o una muerte del amor desordenado a sí mismo. Por éxtasis se entiende un ‘estar-fuera-de-sí’.

Este ‘estar-fuera-de-sí’, en todo el sentido de la palabra, asume formas inusuales en las así denominadas almas extáticas, cuando se encuentran en estados de éxtasis. El cuerpo se pone rígido y queda suspendido en el aire. Así, por ejemplo, Pablo relata que fue arrebatado al tercer cielo. Sin embargo, no sabe si esto tuvo lugar con su cuerpo o sin él (2Co 12,1-5). No obstante, también en nuestro caso se habla de éxtasis en un sentido plenamente justificado.

Si mi amor a Dios o a María es verdaderamente amor personal a un tú, y no mero amor al ello que opera, tal vez, de forma encubierta, entonces deberé desasirme de mí mismo, abandonar un buen trozo de amor al yo, especialmente en su forma extrema de apegarse al yo y esclavizamiento o idolatría del yo. De otro modo, no podré perderme en Dios y en la santísima Virgen, no será posible que ellos entren en mí ni yo en ellos, no podrá darse una bi-unidad interior con ellos. Mi corazón deberá dejar su obstinación egoísta pues, de lo contrario, no podrá fundirse con el corazón del otro contrayente de alianza. Deberé abandonar la testarudez pues, de otro modo, no podré estar de acuerdo con el otro, no podré estar entregado a las mociones del Espíritu Santo, no podré liberarme poco a poco de las seducciones del mundo, de las tentaciones del demonio y del juego engañoso de la propia vida instintiva, descuidada y embrutecida.

Por tanto, también aquí se da algo así como un “perder la cabeza”, es decir, una suerte de liberación de la propia testarudez. El éxtasis extraordinario tampoco es más que un estado transitorio para los que han sido elegidos para esa experiencia. Como fruto permanente habrán de cosechar el éxtasis habitual del amor en la vida cotidiana, a semejanza de Pablo quien, también fuera de su estado extraordinario de éxtasis, podía decir de sí: “no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20).

Se comprende así cómo puede afirmarse que el amor verdadero y auténtico despierta y alimenta la seria voluntad de que muera el propio yo, de que se extinga, a fin de que el contrayente de amor pueda vivir, posea la vida en desbordante plenitud. Y esto, una vez más, tiene vigencia respecto de todo amor noble.

No obstante, como cristianos vivimos y amamos de manera eminente a partir de la muerte y sepultura de Cristo. El Dios viviente se digna vivir en nuestra alma a partir de nuestro constante morir misteriosamente en Cristo y con Cristo. Y cuanto más muera a sí mismo el amor a fin de pertenecer totalmente al tú divino, cuanto más espacio le haga en el propio corazón, tanto más y de forma tanto más perfecta recibirá de vuelta, junto al tú divino, su propio yo purificado. Esto mismo quiere decir el Señor cuando afirma: “El que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 10,39). Es un ascenso largo, arduo, doloroso y lleno de momentos críticos el que el alma amante debe arriesgar antes de alcanzar el goce del perfecto intercambio de corazones.”

De: Maria, Mutter und Erzieherin (María, Madre y Educadora) (1954), 263-266

  

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