Hoy queremos detenernos y reflexionar sobre algo que el Padre Kentenich apunta en sus jornadas y charlas recogidas en el libro de “La santificación de la vida diaria”, en concreto sobre la fuerza que tiene el amor para borrar los pecados y preservarnos de los mismos, especialmente de los arrebatos de aversión, de la envidia y de los celos.
La fuerza del amor para borrar los
pecados
“Amor y pecado. Colocamos aquí una junto a
otras dos magnitudes que están enfrentadas en eterna enemistad. El pecado
quiere herir y matar el amor, pero el amor huye del pecado y lo borra. Por eso
afirma Jesucristo: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el
que me ama” (Jn 14,21). San Juan retoma la misma idea y dice: “En esto
consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos” (1Jn 5,3).
Sabemos por el catecismo que el amor es una
fuerza capaz de borrar los pecados. La perfecta contrición de amor borra
incluso el pecado grave, aunque implica el deber y la intención de someter los
pecados cometidos a la “potestad de llaves” de la Iglesia. Cuanto más
entrañable sea el amor, tantas más penas temporales serán perdonadas con los
pecados. Así interpretan los teólogos lo que dijo el Señor acerca de María
Magdalena: “quedan perdonados sus muchos pecados porque ha mostrado mucho
amor” (Lc 7,50), como también la frase de san Pedro: “El amor cubre
multitud de pecados” (1P 4,8). […]
El amor preserva del pecado
Pero el amor es tan fuerte y poderoso en el
santo de la vida diaria que lo preserva de numerosas faltas y pecados, sobre
todo de los ocultos arrebatos de aversión, de envidia y de celos. Hay pocos
hombres, incluso entre los piadosos, que puedan superar estos tres tipos de
falta de amor. La mayoría sucumbe a ellos sin saberlo propiamente. […]
Aversión
La aversión es causa de muchas calamidades en
todas partes. Se trata ante todo de un rechazo que se da en el plano de los
sentimientos contra lo que se siente como carente de belleza, como feo, contra
lo que produce rechazo o parece digno de repudio. Esto puede consistir en un
defecto físico, un modo de darse, una falta moral o una limitación y
unilateralidad en la forma de actuar o de vivir, una injusticia presunta o
real.
Mientras un impulso instintivo semejante no
influya para nada en la inteligencia, en la voluntad y en el modo de actuar, o
tal influencia no supere lo que puede resultar permitido o deseable de acuerdo
a la voluntad de Dios, no puede hablarse de que exista falta moral. No
obstante, muy a menudo, cuando no siempre, la aversión instintiva se convierte
en una peligrosa guía y consejera. Tiñe el juicio, de modo que la inteligencia
exagera en parte motivos existentes, inventa en parte nuevos, y separa ambos
grupos de motivos del valor sobrenatural que hace al hombre digno de amor a
pesar de sus debilidades. Tales valoraciones erróneas llevan a actos erróneos
del corazón y de la voluntad, a disgustarse, desear el mal, hablar mal y hacer
el mal al otro, acciones todas injustificadas y contrarias a Dios.
Y hasta existen personas de profunda
religiosidad y con un corazón sumamente bondadoso que abrazan a la humanidad
entera y que, sin embargo, no logran brindar a las personas concretas que las
rodean un trato benévolo y bondadoso. […]
Aunque no formemos parte de esta clase tan
marcada de seres desdichados, nuestra dependencia de la aversión es
probablemente mayor de lo que pensamos.
Para actuar en contra de esto debemos
preguntarnos antes que nada por sus causas. Es posible que esté operando una
limitación mental que no es capaz de ver objetivamente, o una falta de fe que
deja fuera de consideración la relación de las personas con Dios. Sin embargo,
casi siempre desempeña un papel importante una envidia sutilmente oculta o
un enamoramiento enfermizo de sí mismo. […]
Envidia y celos
La envidia es la tristeza por un bien que
posee el prójimo en cuanto implica un menoscabo o un perjuicio para uno mismo.
Dos son, por consiguiente, las características que deben darse: en primer
lugar, el envidioso está triste, enojado, contrariado a raíz de un bien que
posee el prójimo, por ejemplo, por su patrimonio, por sus talentos, por sus
éxitos, por su belleza o por el amor que recibe y el prestigio del que goza por
parte de superiores y subordinados… Además, esta tristeza se nutre también del
miedo a que se le haga sombra, se lo perjudique o se lo postergue. De celos, en
cambio, se habla cuando se teme el perjuicio a raíz de tener que compartir con
otros el bien que se posee, por ejemplo, el amor de una persona, o bien,
conocimientos, poder, prestigio.
La envidia y los celos no deben confundirse
con la tristeza por no poseer bienes semejantes sin por ello envidiar al
prójimo, ni con el ánimo de competir que despierta el bien del prójimo, ni con
el justificado desagrado de que alguien que no lo merece sea puesto en posesión
de un bien determinado.
El santo de la vida diaria tiene ideas y
concepciones claras acerca de todas estas cosas, pero cuenta al mismo tiempo
con suficiente autoconocimiento como para saber cuán expuesta está al engaño
la pobre naturaleza precisamente en estos puntos, ya que todos ellos brotan
directamente de un sutil egoísmo y afán de honra. […]”
De: La santificación de la vida diaria
(1937), 257-264
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