En estos días y semanas, en los que la humanidad entera no logra liberarse de la pandemia que nos invade, todos nosotros nos vemos sometidos a renuncias y limitaciones importantes en nuestras relaciones comunitarias. La salud de la población prima sobre otros aspectos, relegando incluso a un segundo lugar la libertad personal y el derecho de reunión. En estas circunstancias se me hace difícil, extraño, referirme a una de las propiedades o características del hombre nuevo que nuestro fundador nos legó, el hombre comunitario, el hombre de las vinculaciones. Aunque por otra parte pienso que podría sernos de ayuda conocer alguno de sus pensamientos al respecto.
En una de las jornadas
pedagógicas de los años cincuenta el Padre Kentenich hablaba así sobre la
desintegración de la comunidad humana y su curación:
“ ….. El
colectivismo toca una problemática contemporánea esencial. ¡Cuánta
desintegración de la comunidad humana se puede observar hoy día! De la prisión
del individualismo, la humanidad ha llegado a la prisión del colectivismo.
Ambas corrientes se condicionan mutuamente: un extremo hace que surja el
extremo opuesto. ¿Cuál es la intención de Dios? ¿Qué quiere imprimir en la faz
del tiempo actual? Un espíritu comunitario lo más perfecto posible. Si queremos
preparar a nuestra juventud para los tiempos venideros; si queremos preparar la
familia natural, debemos velar para que surja ese profundo estar el uno en el
otro, con el otro y para el otro. Debemos sentirnos recíprocamente
responsables los unos de los otros (…). La mesa familiar —nos decían los
antiguos— no es una mesa de placer sino un altar de sacrificio. Kolping lo
expresaba así: "La familia es el fuego del hogar y de un amor que apoya y
sabe soportar al tú". De la comunidad perfecta vale la afirmación:
"Que cada uno lleve la carga del otro; así cumplirán la ley de
Cristo" (Gal 6,2) (…).”
Para nuestro fundador el hombre nuevo no es sólo “la
personalidad independiente, animada de espíritu y vinculada al ideal, con
voluntad y disposición para tomar decisiones, responsable por sí misma e
interiormente libre, alejada tanto de toda esclavitud de formas como de toda
ausencia de formas”, sino aquel que también anhela ese “profundo estar
en el otro, con el otro y para el otro”. Es la personalidad de los vínculos
hacia dentro, y de las vinculaciones hacia fuera, es el hombre comunitario.
En su escrito “Mi filosofía de la educación” de
1959 el padre lo explica y fundamenta así:
“….. De esa manera, el
principio reúne los opuestos más rotundos entre el extremo individualismo y el
colectivismo exagerado, uniendo a ambos en una creadora unidad de tensiones.
El modelo de esto mismo es la santísima Trinidad, a cuya
imagen y semejanza fue creado el hombre. No en vano insiste el relato de la
creación: "Hagamos
al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra." E
inmediatamente se repite: "Hagámoslo según nuestra imagen y
semejanza". Luego se constata con cierto júbilo "y lo hizo
según su imagen y semejanza". Este modo de hablar expresa con gran
claridad cuánta importancia otorga Dios a este carácter de imagen y semejanza
propio del hombre. (…) Según ello, el hombre es imagen, reflejo y semejanza del
Dios espiritual, del Dios hecho hombre y del Dios trino. Es sólo su reflejo, no
su réplica perfecta. Evidentemente, no es Dios, sino sólo semejante a Dios. … En
el seno de la Trinidad, cada una de las personas está centrada en sí misma y,
al mismo tiempo, plenamente abierta a las otras personas.”
Tengo un
amigo sacerdote, gallego de nacimiento, que siempre, en la festividad de Todos
los Santos, nos explica en la homilía su particular visión sobre lo que será el
cielo: se imagina, dice, una gran mesa, llena de buena comida y bebida, y a su
alrededor todos los miembros de su familia, los amigos y vecinos de su pueblo,
disfrutando de ese estar todos juntos y con Dios.
En una de
las charlas de la Jornada pedagógica de 1951, recogidas en el libro “Que
surja el hombre nuevo”, el Padre Kentenich lo explicaba así:
“En esta situación, no
debiera ser difícil mostrar al hombre actual en qué consiste el cielo. La
esencia del cielo consiste en la visio beata (visión
beatífica), en un estar de corazón el uno con el otro, entre el hombre y Dios,
y, a la vez, entre hombre y hombre, y esto en una maravillosa profundidad.
Personas que aquí en la tierra se han encontrado la una con la otra,
experimentarán, en la felicidad eterna, ese mismo estar espiritualmente el uno
en el otro de una manera aún más profunda y más perfecta.”
Deseo a mis lectores que esta perspectiva y este anhelo
nos animen y mantengan en estos días y semanas de renuncias y preocupación,
viviendo en la virtud de la esperanza.
Gracias Paco! Me gustó mucho para seguir reflexionando eso de que debemos sentirnos responsables los unos por los otros. Muchas veces soportándonos, pero siendo fieles a ese vínculo que es humano y que hace que las limitaciones humanas se manifiesten... porque sólo somos "semejantes" a Dios, no somos Dios.
ResponderEliminarGracias por este momento de oración y reflexión!