Dios ha
trazado un plan, no sólo para el mundo, sino también un plan particular para mi
propia vida. Tengamos la más plena convicción de ello. ¿Quién diseñó este plan?
No sólo la sabiduría y la omnipotencia de Dios, sino también el amor de Dios.
Vale decir entonces que es un plan de sabiduría, de omnipotencia y, sobre todo,
de amor.
Escuchen con
mucha atención: mi vida obedece… ¡a un plan de amor! Es verdad. ¿Y qué quiere
decir eso? Si nos afirmamos con ambos pies, con todo nuestro ser, sobre el
siguiente fundamento: "Mi vida obedece a un plan de amor de Dios",
nos sentiremos siempre seguros, incluso en las horas en las que no sepamos qué
hacer, porque en cada circunstancia tomaremos conciencia de que existe para
nosotros ese plan de amor. Sé, entonces, que en ese plan de amor está previsto
tal o cual sufrimiento.
Ser hijos de
la divina Providencia significa estar fundados sobre ese cimiento, que nos hace
decir que todo lo que nos suceda en la vida —alegrías, dolores, decepciones— es
parte esencial del plan de omnipotencia, sabiduría y amor de Dios. En todas las
situaciones que deba enfrentar, el hijo de la divina Providencia se sabe hijo
predilecto de Dios. Porque no se trata de que Dios se haya dormido. No, más
bien es precisamente en esos momentos cuando él está dedicado por entero a mí
¡con cuánto cuidado sostiene entonces los hilos de mi vida en su mano!
Soy la
ocupación predilecta de Dios y Dios es mi ocupación personal predilecta. Esto
es lo que significa ser, en la práctica, hijos de la divina Providencia. Si
quieren, pueden verter este pensamiento en otros términos: una filialidad
sencilla es parte esencial de nuestra estructura, de nuestra espiritualidad. No
en vano hemos hablado sobre la genialidad de la ingenuidad. Ingenuidad no es
primitivismo. Ingenuidad es filialidad, es espíritu de filialidad, espíritu
providencialista. (…)
Tomemos un
ejemplo del tiempo de la posguerra. Lo tengo siempre presente en la memoria
porque es un caso muy claro. Después de la guerra reinaba por doquier una gran
escasez de viviendas. Pues bien, en algún lugar del norte de Alemania, cerca de
Colonia, vivía un joven hombre de negocios. Estaba casado y Dios le había concedido
el don de un hijo. Pero la familia vivía hacinada en un cuarto. Aquel hombre tenía
que realizar mucho trabajo de escritorio. Ustedes se pueden imaginar entonces
el cuadro: la madre cocinando, el niño berreando, el padre tratando de cumplir
con su trabajo. ¿La consecuencia? El hombre enfermó de los nervios. La pobre
mujer sufría mucho por ello. Pero como era una persona muy sensata, le dijo un
día: "Tienes que ir al médico". Su esposo rechazó la sugerencia, pero
al final fue efectivamente al médico. Al volver al cuarto, la escena no había
cambiado: el niño seguía berreando y la mujer preparando la comida. Pero el
padre estaba como transformado. Armándose de valor, su esposa le preguntó
entonces: "¿Qué te dijo el médico?" A lo cual él le respondió:
"¡Que nos alegremos de que nuestro hijo berree tanto: es señal de que tendremos
un hijo sano que perpetuará nuestro apellido!"
Hay mucha
sabiduría de vida en estas palabras. Actúen enfocando todo desde el punto de
vista religioso: hacer objeto de nuestra alegría todo lo que nos cueste. De esa
manera le quitarán su "aguijón" a las cosas. ¿Qué habremos de querer?
Lo que Dios quiera. Pero ésa no es aún la cumbre. Más bien hay que decirse: lo
que Dios quiere es exactamente lo que yo quería. (…..)
Mediten
sobre todas las cruces y dolores que nos atormentan interiormente. Ya saben que
sin dolor no salimos adelante. Los que ya hemos avanzado en años advertimos que
ahora es mayor nuestra soledad. Antes nada pasaba sin nosotros, pero hoy…
¡Exactamente lo que yo quería!
¿Comprenden
cuánta sabiduría de vida subyace en esta actitud? Se trata de la sabiduría de
vida de los hijos de la Providencia. Que esta actitud se haga carne en
nosotros. Saber asumir la vida significa saber asumir alegrías y dolores. (…)
Mantengan
siempre en la mira este objetivo extraordinario: "Hacer objeto de nuestra
alegría todo lo que nos resulte difícil". Y háganlo no sólo por motivos
puramente éticos sino siempre en el marco de nuestro trato con Dios.
(Tomado de “En las manos del Padre”, Editorial Patris, Santigo/Chile, Pág. 84-88. Texto de la "Jornada para la Federación de Mujeres de Schoenstatt", 1950)
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