Mi alma y el alma de mi prójimo es una capilla de la
Santísima Trinidad, bien sea por la realidad o bien por el destino. Por eso, la
ley de la trascendencia de todos los seres en dirección a Dios debería convertirse
en norma de toda nuestra vida.
Si Cristo vive en nosotros, deberíamos demostrar que
Cristo obra en nosotros un heroico amor al prójimo. Significa educarnos en el
estilo de vida de Cristo, en la forma de vida de Cristo; significa ver a Cristo
no sólo como meta e ideal, no sólo como fuente de fuerza, sino dejar que Él se
convierta en nuestro estilo de vida. Ciertamente, esto requiere una decisión
heroica.
Si veo en el prójimo al Cristo misterioso, al Cristo
encarnado, entonces es cuando adquiere todo su sentido mi paternidad y mi
maternidad. Entonces ya no es un miembro que sirve a otro miembro, sino que
todo se convierte; toda la paternidad y maternidad se convierten en un servicio
al Cristo encarnado en el prójimo. Aprendamos a pensar sobrenaturalmente,
entonces habremos unido lo natural con lo sobrenatural.
¿Cómo debemos ver a nuestros compañeros, a nuestros
hijos? Si les vemos y entendemos correctamente de manera sobrenatural, si nos
hemos tomado en serio nuestra educación, entonces todos juntos estaremos
habitados por Dios. Todos juntos irradiaremos el santuario del corazón. Todos
juntos inspiraremos un gran respeto: respeto del cuerpo, respeto de la
originalidad de cada ser donde Dios habita cada alma individualmente.
Donde quiera que exista una casa de Dios, donde
quiera que exista un templo, donde esté una capilla de la Santísima Trinidad,
donde habite Dios, allí estará la luz eterna. Así son los ojos claros y brillantes
de nuestros hijos. Por eso nos profesamos este profundo respeto, los unos a los
otros, aunque vivamos diariamente juntos y conozcamos nuestras debilidades
cotidianas.
Si somos conscientes de que Dios habita en nosotros,
nuestra relación con los demás tiene una gran meta: educar a nuestros hijos y a
los que nos son encomendados como hijos de Dios. Para ello podemos
sacrificarnos, para ello podemos verter la riqueza de nuestra paternidad y de
nuestra maternidad.
(Tomado de “Mi corazón tu santuario”, Editorial Schoenstatt, Santiago de Chile)