(Nota previa: Se interrumpe en
esta semana la publicación de la conferencia del Padre Kentenich sobre la
educación de los varones (‘Nuevos padres, nuevo mundo’). Teniendo en cuenta la
celebración de la Semana Santa reproducimos una corta meditación del Padre
Fundador sobre el sufrimiento en la vida de Jesús. Es parte de la conferencia
que dictó el 23 de julio de 1956 a un grupo de matrimonios en Milwaukee,
Estados Unidos – Texto tomado del libro “Cristo es mi vida” de la Editorial
Patris, Santiago/Chile).
TEXTO DEL PADRE FUNDADOR
Hoy
meditamos sobre este punto: “Hijo especialísimo del Padre”. Contemplaremos a Jesús en su trabajo, su oración y su sufrimiento. ........................................
Existe
una tercera área de la vida cristiana: la del dolor y de la cruz. En nuestro
tiempo solemos olvidar con facilidad que no se puede vivir cristianamente sin
asumir el sufrimiento que la Providencia quiere que sobrellevemos. En toda la
sociedad se advierte en general un rechazo a la cruz y al dolor. Sin embargo, hay que recordar que la cruz y el
dolor son parte esencial de la misión de la vida cristiana. Toda persona y toda
familia tiene una buena cuota de cruz y dolor que cargar sobre sus hombros.
Y así fue también en la vida de
Jesús. El Señor tuvo mucho que sufrir. Sabemos que él incluso salvó formalmente
al mundo a través de su cruz y su dolor, especialmente
a través de su muerte. ¿Cómo llevó Jesús su cruz y sus
padecimientos? Dos son las respuestas que podemos dar en este
punto. En primer lugar, cargó con ellos con una actitud
de genuina humanidad. Vale
decir, el Señor dio a entender que la cruz y el dolor lo hacían sufrir. Observen que no se
comportó como un indio que reprime y no expresa el dolor, sino que su conducta fue auténticamente humana.
Ya
reparamos en cómo la Santísima Virgen dio cauce a su dolor con ocasión del
extravío y hallazgo de su divino Hijo en el Templo: "Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?
Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando." (Lc 2, 48)
¿Y Jesús?
El nos da testimonio a todos nosotros de una hora de dolor como fue aquella del
huerto de Getsemaní (Mc 14, 32-42). Fue una hora de terrible sufrimiento. Tanto era el dolor de su alma
que llegó a sudar sangre (Lc
22,44). Jesús era ya un hombre en la madurez de sus años;
sin embargo no pretendió desempeñar el papel del "hombre fuerte", sino que se quebró. ¿Qué fue
lo que lo hizo flaquear, no sólo espiritual sino también físicamente? El evangelio nos dice que se llenó de pavor y angustia ... ¿Qué
dolor era éste que lo embargaba tan intensamente? Fue como si la divinidad de
su naturaleza se hubiese retirado y dejado que la naturaleza humana
apurase el cáliz del sufrimiento hasta la última gota. Puede ser que se imaginase lo que le esperaba: la
flagelación, la crucifixión, el tormento. Todos sabemos muy
bien que hay cruces y dolores que nos provocan más angustia antes de
afrontarlos que en el momento en que realmente los asumimos.
Sí; la perspectiva del suplicio
inminente ciertamente tiene que haber contribuido a ese estado de honda
tristeza. Pero mucho más abrumadora fue seguramente la visión de la impureza de
tanto pecado acumulado a través de los siglos. Jesús tomó sobre sí todos esos
pecados. Los experimentó como si él mismo los hubiese cometido. Por eso cae en tierra y suda sangre. Un cuadro
auténticamente humano ... Luego va donde están sus discípulos para obtener de
ellos aunque sea un poco de consuelo ... ¡Tan humana es su actitud! ¿Y cómo los halló?
Durmiendo; indiferentes a lo que le estaba pasando.
El Señor vuelve a retirarse y se dirige ahora a su
Padre. Nuevo rasgo de honda humanidad. "Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz" (Lc 22, 42). ¿A quién se dirige? Al Padre. Y no deben imaginarse que lo dijo una, dos o tres veces. No, tal como la
Sagrada Escritura nos lo insinúa, la escena tuvo una larga duración. Siempre de
nuevo luchó con el Padre: "Padre, aparta de mí este cáliz". El Señor eleva su clamor filial y humano al Padre. Y enseguida se escuchan aquellas
otras palabras, llenas de majestad: "Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42). Sí; toda la vida de Jesús, en todas las
circunstancias, tuvo como eje al Padre.
He aquí el ejemplo que el Señor le dio a su
Santísima Madre. Ahora entendemos mejor que ella haya sido, y de manera especial, una hija del Padre, en Cristo y con Cristo. En todas las situaciones
de su vida, ella giró siempre en torno al Padre.
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