En una de las cartas que el padre Kentenich escribió en el año 1956 al padre Alex Menningen reflexiona sobre el amor a Dios y al prójimo, y destaca entre otros aspectos el hecho de que cualquier amor exige para su fecundidad la muerte del propio yo, lo que supone una disposición personal al sacrificio y llegar así a ser libre de sí mismo. Es un tema que nosotros como padres bien conocemos porque lo experimentamos cada día en la relación amorosa con nuestros hijos. Nuestro amor a ellos trae consigo a menudo grandes renuncias. Leemos en la carta:
“Déjame que destaque especialmente en las líneas citadas la disposición al
sacrificio. En el contexto del amor, la expresión nos recuerda su inmutable ley
de ser y de vida. Solemos decir, en lugar de ello, que amor y sufrimiento, o
bien, amor y desprendimiento, o bien, amor y sacrificio, sobre todo en el
estado afectado por el pecado original, van inseparablemente unidos en todas
las etapas de la vida. Por eso no nos resulta extraño el axioma que dice: el
amor vive del sacrificio y el sacrificio nutre el amor.
La razón interior de tal unión se comprende con facilidad. Todo aquello que
tiene virtud creativa vive del sacrificio, se alimenta de la valentía, requiere
perseverancia y esfuerzo. Lo mismo vale, y en primer lugar, acerca del amor.
Este no se caracteriza solamente por tener una mayor o menor dinámica creadora,
sino que es, sin más, el mayor poder creador del cielo y de la tierra. Por eso,
el amor no puede vivir sin sacrificio. Viéndolo de forma aún más precisa y
profunda: el amor es una fuerza unitiva y asemejadora. Tiende a una bi-unidad
espiritual lo más perfecta posible, a una profunda fusión de corazones y a una
permanente unión de ser y de vida. Tal unidad, empero, no puede darse ni
mantenerse sin la muerte del yo. Sólo sobre las ruinas del yo puede esperarse
la resurrección del nosotros humano y divino, y sólo así la posesión plena de
uno mismo según es querida por Dios. Este es el sentido de las palabras del
Señor que dicen: “Quien pierda su vida por mí, ése la salvará” (cf. Lc
9,24). Lo mismo subraya Ortega y Gasset, cuando constata:
«[…] es alguna cualidad egregia lo que dispara el erótico proceso.
Apenas comienza éste, experimenta el amante una extraña urgencia de disolver su
individualidad en la del otro, y, viceversa, absorber en la suya la del ser
amado. ¡Misterioso afán! Mientras en todos los otros casos de la vida nada
repugnamos tanto como ver invadidas por otro ser las fronteras de nuestra
existencia individual, la delicia del amor consiste en sentirse metafísicamente
poroso para otra individualidad, de suerte que sólo en la fusión de ambas, sólo
en la 'individualidad de dos' halla satisfacción».
Así, todo amor produce una transmisión mutua de vida. La misma presupone,
sin embargo, una visión más profunda del modo propio de ser de la otra persona.
Scheler advierte sobre la enseñanza de san Agustín de que el amor es el
que nos hace capaces de captar de la manera más plena la esencia del otro.
Agustín dice: “nullumque bonum perƒecte nascitur quod non perfecte amatur”
(No hay bien que surja de forma perfecta si no se le ama perfectamente).
Oscar Wilde debió pasar largos años en la soledad de una prisión.
Durante ese tiempo, meditó mucho sobre el amor. Más tarde, escribió lo que
había hallado en su meditación, expresando la misma idea:
«El amor se nutre de la imaginación por la cual nos tornamos más sabios de
lo que sabemos, mejores de lo que nos sentimos, más nobles de lo que somos; se
nutre de la imaginación, por la cual podemos ver la vida como un todo y que
constituye la única razón por la que podemos entender a los otros tanto en sus
relaciones reales como ideales».
Nietzsche dice, en cambio, con mayor claridad: “El amor saca
a relucir las cualidades elevadas y ocultas de quien ama”. Esto vale para
ambas partes: para el que ama y para el que es amado.
Ortega afirma, por tanto: «La... revisión y purificación espontánea de
nuestro interior es el primer acto de perfeccionamiento que le debemos [al
amor]».
Y, a la inversa, Nietzsche advierte que «cuando amamos, creamos seres
humanos a imagen y semejanza de nuestro Dios».”
De: Carta al padre Alex Menningen (1956), 8-10