Según H. King, el padre Kentenich tocó una y otra vez en sus retiros espirituales la pregunta acerca de cómo el saber se torna en amor. Para él, lo más importante era en ese contexto que el mucho saber teológico de sus oyentes se convirtiese en un auténtico amor a Dios. Pero siempre tenía igualmente en cuenta el amor a los hombres. También este amor se caracteriza muchas veces por una unilateralidad espiritual-volitiva y debe convertirse en un auténtico amor del corazón. El siguiente texto nos introduce en el tema.
“A fin de basar
nuestra vida sobre un fundamento firme y de crear un fuerte contrapeso contra
las corrientes ideológicas del tiempo actual, procuramos ahondar más y más en
la ley fundamental del mundo. Cada vez nos convencemos más de que un único gran
torrente de amor pasa por el mundo, de Dios a nuestro propio interior, y
nuevamente de regreso a Dios. Si acerca de Dios vale: todo por amor, todo
mediante el amor, todo para el amor, la tónica, el acorde fundamental de mi
vida debe ser, asimismo, todo por amor, todo mediante el amor, todo para el
amor. Todo por el móvil del amor. El amor, el amor a Dios debe ser, por tanto, el
móvil principal de mi actuar; al mismo tiempo, podrán consonar también motivos
secundarios.
Dos eran las
preguntas que nos interesaban. La primera, acerca de la posibilidad, y la
segunda, acerca de la necesidad del amor de Dios.
Es algo
inmensamente grande que se nos permita amar a Dios, que podamos amarlo. Pero
Dios no se contenta con eso. Lo que él nos quiere inculcar en diferentes
ocasiones a través del Señor y de los apóstoles es una obligación muy fuerte y
seria. Y lo que nos dice la Sagrada Escritura al respecto es tan claro e
inequívoco que también todos los teólogos están de acuerdo. No hay aquí
dificultad ni diferencia ninguna en la respuesta a la pregunta por la necesidad
del amor de Dios.
Permítanme
mencionarles breve y rápidamente algunos pasajes de la Sagrada Escritura. Pero
no quisiera que esto hiciese difusa la impresión del día de hoy. Antes bien,
quisiera que partan de aquí inmersos en los pensamientos y en el mundo de
valores del amor, para comenzar mañana de nuevo y ahondar.
(Con todo el
corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas) Escuchen lo que dice el Señor. Él no utiliza la expresión “ley fundamental
del mundo”, pero tiene expresiones semejantes: “Amarás al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas” (cf. Mt 22,37 par; Dt
6,5). En una ocasión anterior había dicho ya lo siguiente: “He venido a arrojar
fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12,49)
‒el fuego del amor‒. Él quiere que ese fuego arda, y nos compromete también a
nosotros a que ese pequeño fuego llegue a ser en nosotros un incendio.
Examinen un
poco, por favor, la frase que nos dice el Señor. ¿Cómo debemos amar a Dios? Con
todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. ¿No encuentran aquí
una confirmación bíblica de las consideraciones psicológicas que hemos hecho en
la primera parte? O sea, no sólo con la voluntad hemos de quererlo, sino
también con el corazón. Y no sólo de forma efectiva sino también, diríamos
nosotros, de forma afectiva y con todo el corazón. Por tanto, sería un
sinsentido y una sinrazón total si quisiéramos dar algo así como el 90 por
ciento de la fuerza de nuestro amor a la criatura y el pequeño resto del 10 por
ciento a Dios. No: toda la fuerza de nuestro amor debe cimentarse en última
instancia en Dios, debe pertenecer a Dios. Más adelante, mañana, tendré ocasión
de indicarles cuál es el nexo interior que existe entre lo dicho y el amor a la
criatura. Y dice, además: ¡Amarás! No es, por tanto, un deseo, sino una orden:
debes amar al Señor, tu Dios, con todo tu corazón…
(El instinto de
Dios es más fuerte que el instinto del yo) Consideremos ahora la otra expresión para lo que nosotros denominamos ley
fundamental del mundo: “Este es el mayor y el primer mandamiento” (cf. Mt 22,38
par; Dt 6,6), es lo más importante: de él depende todo. Tal vez entiendan
ustedes con qué fuerza y profundidad realizaron su especulación nuestros
antiguos teólogos medievales cuando, partiendo no sólo de la observación de la
vida y del análisis de la naturaleza humana, sino extrayendo también las
conclusiones que se siguen de estas consideraciones bíblicas, declararon que el
instinto de Dios que existe en la naturaleza humana parece ser más fuerte que
el instinto del yo. Esto es algo muy importante. Piensen cuánto consuelo puede
deparársenos en el tiempo actual si es verdad ‒y yo pienso que lo es‒ que el
instinto de Dios es, debe ser, más fuerte. Si así no fuese, Dios no podría
decir: ¡amarás! Este es el mayor y el primer mandamiento. El instinto de Dios
tiene que ser más fuerte en la naturaleza humana que el instinto del yo. Por
eso, en la naturaleza humana también tenemos aliados. Y aunque la naturaleza
esté algo enferma, llegará el tiempo en que el instinto de Dios se despliegue
de nuevo con más fuerza en nosotros y en la humanidad entera. Este es primer
mandamiento, el mayor y el supremo.
De: Las fuentes de la alegría
(1934), 386-394
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