El padre Herbert King nos recuerda en el libro que citamos la semana pasada - (El poder del amor) - que el padre Kentenich tocó una y otra vez en sus retiros espirituales la pregunta acerca de cómo el saber se torna en amor. Para él, lo más importante era en ese contexto que el mucho saber teológico de sus oyentes se convirtiese en un auténtico amor a Dios. Pero siempre tenía igualmente en cuenta el amor a los hombres. También este amor se caracteriza muchas veces por una unilateralidad espiritual-volitiva y debe convertirse en un auténtico amor del corazón.
En unos ejercicios espirituales para sacerdotes del año 1934
editados y conocidos como “Las fuentes de la alegría” podemos leer lo siguiente:
“A fin de basar nuestra vida sobre un
fundamento firme y de crear un fuerte contrapeso contra las corrientes
ideológicas del tiempo actual, procuramos ahondar más y más en la ley
fundamental del mundo. Cada vez nos convencemos más de que un único gran
torrente de amor pasa por el mundo, de Dios a nuestro propio interior, y
nuevamente de regreso a Dios. Si acerca de Dios vale: todo por amor, todo
mediante el amor, todo para el amor, la tónica, el acorde fundamental de mi
vida debe ser, asimismo, todo por amor, todo mediante el amor, todo para el
amor. Todo por el móvil del amor. El amor, el amor a Dios debe ser, por tanto, el
móvil principal de mi actuar; al mismo tiempo, podrán consonar también motivos
secundarios.
Dos eran las preguntas que nos
interesaban. La primera, acerca de la posibilidad, y la segunda, acerca de la necesidad
del amor de Dios.
Es algo inmensamente grande que se nos
permita amar a Dios, que podamos amarlo. Pero Dios no se contenta con eso. Lo
que él nos quiere inculcar en diferentes ocasiones a través del Señor y de los
apóstoles es una obligación muy fuerte y seria. Y lo que nos dice la Sagrada
Escritura al respecto es tan claro e inequívoco que también todos los teólogos
están de acuerdo. No hay aquí dificultad ni diferencia ninguna en la respuesta
a la pregunta por la necesidad del amor de Dios.
Permítanme mencionarles breve y
rápidamente algunos pasajes de la Sagrada Escritura. Pero no quisiera que esto
hiciese difusa la impresión del día de hoy. Antes bien, quisiera que partan de
aquí inmersos en los pensamientos y en el mundo de valores del amor, para
comenzar mañana de nuevo y ahondar.
(Con todo el corazón, con toda el alma
y con todas las fuerzas) Escuchen lo que dice el Señor. Él no utiliza
la expresión “ley fundamental del mundo”, pero tiene expresiones semejantes:
“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus
fuerzas” (cf. Mt 22,37 par; Dt 6,5). En una ocasión anterior había dicho ya lo
siguiente: “He venido a arrojar fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya
estuviera ardiendo!” (Lc 12,49) ‒el fuego del amor‒. Él quiere que ese fuego
arda, y nos compromete también a nosotros a que ese pequeño fuego llegue a ser
en nosotros un incendio.
Examinen un poco, por favor, la frase
que nos dice el Señor. ¿Cómo debemos amar a Dios? Con todo el corazón, con toda
el alma, con todas las fuerzas. ¿No encuentran aquí una confirmación bíblica de
las consideraciones psicológicas que hemos hecho en la primera parte? O sea, no
sólo con la voluntad hemos de quererlo, sino también con el corazón. Y no sólo
de forma efectiva sino también, diríamos nosotros, de forma afectiva y con todo
el corazón. Por tanto, sería un sinsentido y una sinrazón total si quisiéramos
dar algo así como el 90 por ciento de la fuerza de nuestro amor a la criatura y
el pequeño resto del 10 por ciento a Dios. No: toda la fuerza de nuestro amor
debe cimentarse en última instancia en Dios, debe pertenecer a Dios. Más
adelante, mañana, tendré ocasión de indicarles cuál es el nexo interior que
existe entre lo dicho y el amor a la criatura. Y dice, además: ¡Amarás! No es,
por tanto, un deseo, sino una orden: debes amar al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón… “
De:
Las fuentes de la alegría, P. José Kentenich, Editorial Patris, Págs. 393-395
No hay comentarios:
Publicar un comentario