María – Hija
Sabemos —nos lo dice el dogma de la Inmaculada
Concepción— que la Madre de Dios estaba exenta del pecado original y por eso
—en el sentido positivo— singularmente colmada de la gracia, de la
participación en la vida de Dios, en la vida del Salvador. Ya sólo por eso, es Ella
de un modo singular la Hija, la niña del Padre.
La fe nos dice que después del hombre-Dios no hay alma
tan llena de gracia como la de María. Es por eso que los Padres de la Iglesia
la llaman con agrado "la Hija del Padre".
Si consultamos a los Padres griegos sobre su posición
respecto a la Madre de Dios, escuchamos la simple, clara y vigorosa frase: Ella
es sencillamente la Hija del Padre. Diríamos en nuestro lenguaje: Ella es
sencillamente la niña del Padre. ¿Qué quiere decir esto? Su filialidad
supera tota la filialidad posible en un ser creado.
Todo el ser de la Madre de Dios está ordenado hacia
Cristo, pero en Cristo y por Cristo al Padre.
Desde un principio hemos de suponer que la Madre de
Dios posee no solamente un marcado ser filial, sino también una mentalidad
filial ejemplar e incomparable.
La Madre de Dios era hija, no solamente en el ser,
sino también en toda la actitud de su alma. Ella poseía lo que constituye la
esencia del niño: la completa entrega en total humildad, una confianza abismal
y un amor muy elevado.
La Madre de Dios es el modelo de la auténtica filialidad;
Ella aprendió la filialidad del Hijo Unigénito de Dios.
Así como el Salvador gira en torno al Padre, se
sobreentiende que también lo hace la Madre de Dios, porque a través de Cristo,
está ordenada totalmente hacia el Padre.
Si estamos de rodillas ante la Madre de Dios viendo
cómo su vida fluye únicamente hacia Dios, nos sentimos tocados en nuestras
ansias más profundas.
El amor de María al Padre celestial tiene una doble
cualidad: por un lado es servicial, y por otro, extraordinariamente tierno y
filial.
El fundamento de la vivencia de pequeñez en María es
la convicción de su carácter creatural. Frente al increado, al infinito, Ella
misma se experimenta vitalmente como la humilde esclava, de un modo sumamente
tierno y profundo.
María hizo suya la voluntad de Dios, y por
consiguiente Jesús pudo gozar continuamente de la gran realidad: la voluntad
del Padre reina sobre la voluntad de su bendita Madre.
Toda la vida de la Madre de Dios es una cristalización
de la voluntad de Dios, una constante y absoluta entrega al deseo y la voluntad
del Padre.
"Ecce Ancilla Domini! Fiat…"[2] (Lc 1,38). Aquí podemos intuir la
entrega ilimitadamente sencilla y filial de todo su ser a la voluntad del
eterno Dios. ¡Sencillez acabada, simplicidad acabada! ¡Filialidad en sumo
grado, filialidad heroica!
El Espíritu Santo ha irrumpido sobre la Madre de Dios
en la anunciación. Y más tarde, en el cenáculo, lo ha recibido una vez más. Así
comprendemos como Ella ha podido encarnar el ideal de la filialidad de un modo
espléndido y heroico. Es una pena que se nos refiera tan poco de su vida
posterior.
Si el ser determina el obrar de la Madre de Dios y si
Ella ha sido la Hija del Padre de un modo profundamente eficaz, entonces —de
acuerdo a la ley de la transmisión de la ida— dará a sus hijos un profundo amor
filial al Padre. El ser y el sentido filial cimentado profundamente en el plano
psicológico de la querida Madre de Dios fue afirmado y desarrollado por la
actividad de la gracia; de allí que su función mediadora signifique para
nosotros un hondo enlazamiento a esa su ilimitada conciencia filial.
Si llevo a los míos a la Madre de Dios, Ella, a su
modo, se encarga de regalarles una amplia receptividad frente al Padre, una
profunda capacidad para la vivencia filial.
(Aforismos recopilados en el libro “Dios es mi Padre” –
Manuscrito Nuevo Schoenstatt, Argentina, 1977)
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