viernes, 6 de diciembre de 2019

Humildes y confiados en las manos de Dios


Seguimos con el anhelo de plasmar nuestra vida de un modo agradable a Dios. En este camino chocamos a menudo con nuestra propia debilidad, con el peso de nuestros pecados y faltas, con las tentaciones y la realidad de nuestras limitaciones. Tenemos que luchar con el sentimiento de culpa que nos invade. Es aquí adonde el Padre Kentenich recuerda a sus oyentes lo que Pablo escribió en la carta a los Romanos (8,28): "Para los que aman a Dios, todas las cosas redundan en lo mejor", añadiendo además lo que san Agustín agregó: “también el pecado”. O sea, que según la intención del Buen Dios también nuestras faltas y pecados deben redundar en lo mejor para nosotros.

Y si esto es así: ¿cuál debe ser nuestra tarea en el día a día? En el comentario de la semana pasada apuntábamos que no debemos de extrañarnos, no debemos turbarnos ni desanimarnos y, sobre todo, no debemos habituarnos al pecado. En el texto de la charla encontramos este pasaje aclaratorio:

“En general solemos decir que existe un misterio del pecado original. Lo decimos de forma teórica, pero, en la práctica, muchas veces pensamos que tendríamos que vivir como si todos hubiésemos sido concebidos sin pecado como la santísima Virgen. Justamente, a través del pecado original ha entrado una escisión en la naturaleza: está el "animal", que tira siempre hacia abajo; y el "ángel", que tira hacia arriba. La eterna escisión.”

Por ello lejos de nosotros el desánimo y la turbación, a la vez que ponemos todas nuestras fuerzas en no pecar más. Y si pecamos, ¿qué podemos hacer para que ese pecado redunde en mi salvación? O a la inversa, ¿qué quiere Dios de mí, una vez que he pecado?, ¿qué quiere regalarme con las tentaciones? La respuesta es múltiple; para empezar mi pecado quiere conseguir que yo llegue a ser un milagro de humildad. ¿Y qué significa eso?

“Los maestros del espíritu suelen decir que la humildad no se aprende meditando sobre la humildad sino a través de humillaciones. ¿Qué significa a través de humillaciones? Fíjense: no aprendo a comer porque diga con erudición: se hace así, sino que comienzo a comer. Así es también con el amar. ¿Cómo se aprende a amar? Amando. ¿Cómo se aprende a caminar? Caminando. Del mismo modo se aprende a ser humilde a través de humillaciones. ¿Y cuál es la mayor humillación para el hombre moral? La consciencia de haber pecado tantas y tantas veces en la propia vida, es decir, de haber actuado en contra de la propia conciencia.”

Es verdad que el pecado es una ofensa a Dios, por lo que evidentemente no puedo complacerme en ello. Pero en el pecado encontramos también la vivencia de la debilidad. Los maestros de la vida espiritual dicen que la humildad consiste en alegrarnos por haber sido tan débiles, complacerse en la propia debilidad.

“Ustedes me preguntarán ahora cómo es posible que deba complacerme en mis miserias y hasta tener alegría por ellas. Naturalmente, sólo es posible si, al milagro de humildad, se agrega el segundo milagro, el milagro de confianza.”

San Pablo sigue ayudándonos en nuestra reflexión. En su segunda carta a los Corintios (12,9) dice que se gloría de sus debilidades, porque, de ese modo, se manifiesta en él la fuerza de Cristo. Ante mi debilidad me agarro a la mano de Dios y estoy convencido de que todo lo puedo en Aquél que me conforta (Flp 4,13). Mi pequeñez es pues un título para acercarme a Dios.

Santa Teresita tenía algunas expresiones predilectas, por ejemplo, la del "ascensor" de la santidad. ¿Qué entendía ella por el ascensor de la santidad? Se imaginaba lo siguiente: allá abajo estoy yo, un ser muy pequeño. Y quiere subir hasta el último piso. Se trata, por ejemplo, de un rascacielos. Y ella quiere subir rápido.
¿Cómo he de subir la escalera y esforzarme quién sabe cuánto? ¡No, no! Soy demasiado pequeña para ello. ¿Qué hago, entonces? Tomo el ascensor de la santidad. Me imagino que, allá arriba, en el piso más alto, está el Padre celestial. Y él mira hacia el pequeño gusanito allá abajo. ¿Qué hará el gusanito? Pues tiene que decir, con sencillez: Padre, solo no puedo, tienes que hacerlo tú.
¿Qué hace entonces allá arriba el Padre de larga barba y de largos brazos? Se inclina profundamente, hace un pequeño puente con sus manos, y el gusanito se sube rápidamente a ellas. Y he ahí el ascensor de la santidad.
¿Entienden lo que esto significa? Es el milagro de humildad y el milagro de confianza. Esto es lo que nos falta totalmente a nosotros, hombres de hoy. A la mayoría nos falta la confianza. ¿Qué significa que nos falta la confianza? Siempre pensamos que tenemos que salvarnos nosotros mismos. ¡No!”

Para terminar, el Padre Kentenich sugiere a los matrimonios reunidos con él que pidan a la santísima Virgen que ella les conceda la gracia de llegar a ser un milagro de humildad y un milagro de confianza. Siendo pacientes con nosotros mismos avanzaremos también en la tarea de ser de esa forma un milagro de amor para superar así nuestros sentimientos de culpa.
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Para leer o escuchar la charla del 25 de junio de 1956 haz 'clic' en el siguiente "Enlace":


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