El padre Kentenich era educador. Acogió muy generosamente la vida concreta. Dispensó la máxima atención y la mayor parte del tiempo a la educación de mujeres, en primer lugar, de las Hermanas de María. En la comunidad de las hermanas desempeñaba un ministerio paternal que le posibilitaba ocuparse intensamente de la vida espiritual de los miembros de la comunidad, permitir vinculaciones personales y, por esa vía, resolver conflictos espirituales, curar enfermedades y unir a las personas, hasta en lo más profundo, con Dios.
El texto que publicamos hoy nos permite echar una mirada
profunda sobre la actitud paternal y pedagógica fundamental del padre
Kentenich, y hacerlo en el marco del especial desafío pedagógico que se le
plantea a la Iglesia en la actualidad.
El siguiente texto fue tomado de esa apología. Se halla en
"Zum Goldenen Priesterjubiläum" (En ocasión de las bodas
sacerdotales de oro), Monte Sión 1985, 113-115.
“En efecto, quien no mantenga un contacto continuo con el
alma del hombre actual, enferma en varios aspectos, no tendrá ni idea de
cuántas neurosis obsesivas convierten hoy en un infierno, o al menos en un
insoportable purgatorio, la vida de incontables personas de todos los estados y
clases, sin descontar, por supuesto, sacerdotes y religiosos.
Dar en esos casos la absolución sin procurar un ulterior
proceso interno de sanación, es una solución barata. Una paternidad
profundamente anclada en Dios piensa y actúa en este punto de una manera
radicalmente distinta. En efecto, la paternidad anclada en Dios se inspira en
el ideal del Buen Pastor, autorretrato de Jesús: el Buen Pastor da su vida por
sus ovejas. No se queda de brazos cruzados en la orilla de un mar azotado por
la tempestad, ni se limita a contemplar tranquila e indiferentemente las aguas rugientes,
en la cual miles y miles de personas están expuestas al viento y las olas,
luchando, desamparadas, por no perecer. Tampoco se contenta con arrojar desde
lejos el salvavidas a quienes se están ahogando, sino que él mismo se arroja al
agua, arriesgando su vida, para salvar lo que se debe salvar. Así se cumplen
aquellas palabras del Señor: el Buen Pastor da su vida por sus ovejas. No
debería resultar demasiado difícil aplicar esta imagen a situaciones del tipo
mencionado, y hacerlo con adecuación al caso particular y en consonancia con la
época en que se vive.
Permítaseme repetir que la eternidad mostrará alguna vez
cuán grande y variado es el número de aquellos que pude guiar a través de tales
escollos, hacia la plena libertad de los hijos de Dios, hacia el monte de la
perfección.
Ya muy temprano tomé contacto teórico y práctico con el
problema en cuestión. Se deja aquí expresamente aparte las experiencias del
joven director espiritual "detrás de los muros conventuales". En
cuanto se le abrieron las puertas y ventanas hacia el exterior, de todas partes
vinieron pacientes a verlo, tanto laicos como sacerdotes.
Y así ocurrió ya a comienzos de los años veinte. Por
entonces, inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, el Dr. Bergmann,
que tiene su consulta y clínica en Kleve, era considerado un especialista en el
área. En mi calidad de sacerdote pude continuar y perfeccionar, desde el punto
de vista psicológico, ascético y religioso, lo que el Dr. Bergmann había
comenzado desde el punto de vista médico.
No raras veces esa obra suponía un duro trabajo. Hubiese
sido más fácil tomar distancia de tales casos recurriendo a algunas frases
piadosas generales, tal como suelen hacer muchos sacerdotes. Pero el Buen
Pastor que da su vida por sus ovejas no procede así. Él hace todo lo posible
(aunque le exija mucho estudio, nervios y tiempo) para evitar daños a sus
ovejas, para devolverles la plena libertad interior de los hijos de Dios, en la
medida de lo posible.
Nosotros, los sacerdotes, no somos capaces ni estamos
dispuestos a aplicar valiente, lúcida y prudentemente los principios morales y
las reglas pastorales tradicionales y probadas; por eso se han ido llenando los
consultorios de los psicoterapeutas, mientras que cada vez es menor el número
de personas que se acerca a nuestros confesionarios. Esto podemos comprobarlo,
lamentablemente, en todas partes.
El pastor conocedor de la época y de las almas es
consciente de la crisis de la vida moderna y de los efectos prácticos que
produce en aquellos que le fueron confiados. Una crisis profunda y abarcadora.
Y tiene el coraje y la valentía de ocuparse del problema, buscando remedios y
aplicándolos con prudencia y cuidado. De no hacerlo, se sentirá como un hombre
que habla irresponsablemente cosas sin sentido y obra al azar. Y habrá de
temer, con razón, que pueda empujar a ciertos grupos de entre sus seguidores (por
supuesto, sin quererlo) hacia el otro bando, o bien abandonarlos, lisiados, en
el campo de batalla.”