En el alma en gracia Dios Trino erige su trono y actúa como padre. Él es nuestro padre y nosotros sus hijos. Así lo subraya una y otra vez san Pablo: "No habéis recibido un espíritu de esclavos, sino un espíritu de hijos adoptivos que nos permite llamar a Dios Abbá, padre". Y san Juan nos dice también: "Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamamos hijos de Dios y realmente lo somos". Así pues podemos decir en verdad que Dios es nuestro padre.
Reflexionemos sobre lo que entraña la palabra
"padre". Distinguimos tres maneras de ser padre:
"Padre" en sentido estricto es aquél que nos
dio la vida a través de la procreación. Por esta vía, nosotros, los seres
humanos, recibimos la naturaleza humana a través de la procreación. El Hijo de
Dios recibió su naturaleza divina igualmente a través de la procreación. El
Padre del cielo lo engendró antes de toda eternidad y lo sigue engendrando por
toda la eternidad. El trato de "padre" en este sentido estricto sólo
puede ser empleado por el unigénito Hijo de Dios para con su Padre.
Podemos llamar "padre" en sentido amplísimo a
aquella persona que con nosotros es tan buena como un padre, que vela por
nosotros como un padre. En este sentido Dios es el padre amoroso de todos los
hombres, también de los pecadores y no bautizados, incluso de todas sus
creaturas. Él viste a los lirios del campo y alimenta a las aves del cielo.
Y existe un "padre" en sentido amplio, el padre
adoptivo. Éste toma como propio un hijo ajeno, le da su nombre, lo hace
participar de sus bienes y derechos, lo hace heredero de sus posesiones. ¿Somos
nosotros de ese modo hijos adoptivos de Dios? Sí; por su gracia nos aceptó como
hijos suyos, podemos llevar su nombre y participar de sus bienes; nos hizo
herederos del cielo.
Sin embargo somos y tenemos aún más que eso. Y aquí
comienza el gran misterio que no podemos sondear con nuestro limitado
entendimiento humano. Lo que un padre adoptivo jamás puede dar a su hijo, nos
lo da el gran Padre del cielo: un poco de su vida divina. De ese modo nos hace
imagen y semejanza sobrenatural suya. Un niño adoptivo en el orden natural
jamás podrá ser semejante a su padre en cuanto al ser, porque lleva en sí otra
sangre y carga genética. En cambio nosotros, al ser adoptados como hijos por Dios,
nos hacemos, de manera admirable, semejantes a Dios; se nos une a Dios, se nos
hace capaces de contemplar cara a cara a Dios en la eternidad. "El poder
divino nos ha otorgado todo lo que necesitamos para la vida y la piedad,
haciéndonos conocer a aquél que nos llamó con su propia gloria y mérito. Con
ellas nos ha otorgado las promesas más grandes y valiosas, para que por ellas
ustedes participen de la naturaleza divina y escapen de la corrupción que
habita en el mundo a causa de los malos deseos". No disponemos en el orden natural de un pleno punto de comparación para este
tipo de paternidad.
Por lo tanto somos verdaderamente hijos de Dios, podemos
colocarnos junto a Cristo y decirle "¡Padre querido!" al gran
soberano del cielo y de la tierra. De todas maneras no somos hijos en virtud de
la procreación, como en el caso de Cristo, sino mediante una comunicación
totalmente inmerecida.
Y este Padre nos ama paternalmente. A nuestro "¡Abbá,
Padre!" responde él con su divino: "¡Fili, filia!" (querido
hijo, hija). Él mismo nos dice por boca del profeta que nos ama con la calidez
de un padre, con la ternura de una madre:
"¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de
querer al hijo de sus entrañas? Pero, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré.
Mira, en mis palmas te llevo tatuada".
Los hombres de hoy, incluso nosotros, los cristianos
¡cuán poco recordamos esta consoladora verdad! Y así, olvidándonos del Padre
del cielo, nos sentimos abandonados y solitarios, y vamos mendigando de puerta
en puerta. Cuando un hijo tiene una necesidad ¿acaso no acude a su padre? El
hijo, especialmente el pequeño y desvalido ¿acaso no suscita en su padre el
deseo de ayudarlo, la alegría de brindarse a él? Dios Padre se comunica, quiere
regalarse con actitud amorosa, amar con actitud de entrega, porque él es
precisamente amor. Su gran deseo de amar lo impulsa a soplar el Espíritu Santo.
Esa potente fuerza comunicativa no le da descanso. Por eso unió a su Hijo con
una naturaleza humana en gracia. El padre (por decirlo así) no quiere estar sin
un hijo, sin la mayor cantidad posible de hijos. Él es amor y por eso quiere
comunicarse: "Deus quaerit condiligentes se". Dios
busca seres dotados de espíritu a quienes amar y que amen con él lo que él ama
y cómo él ama. Y por eso hace que su unigénito se encarne como ser humano, y
nos incorpora a él mediante el santo bautismo. En verdad nos hemos convertido
en sus hijos.
Dios Padre tiene una "debilidad" peculiar: no puede resistir el desvalimiento conocido y reconocido de su hijo. Filialidad significa "impotencia" del gran Dios y "omnipotencia" del pequeño hombre. He aquí la razón más profunda de la fecundidad de la humildad en el reino de Dios. La santísima Virgen cantó por eso su Magníficat: "Eleva a los humildes", "Quien se humilla será engrandecido" y "Quien entre ustedes quiera llegar a ser grande, que se haga servidor de los demás".
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