viernes, 18 de julio de 2025

DIOS ES NUESTRO PADRE

En el alma en gracia Dios Trino erige su trono y actúa como padre. Él es nuestro padre y nosotros sus hijos. Así lo subraya una y otra vez san Pablo: "No habéis recibido un espíritu de esclavos, sino un espíritu de hijos adoptivos que nos permite llamar a Dios Abbá, padre". Y san Juan nos dice también: "Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamamos hijos de Dios y realmente lo somos". Así pues podemos decir en verdad que Dios es nuestro padre.

Reflexionemos sobre lo que entraña la palabra "padre". Distinguimos tres maneras de ser padre:

"Padre" en sentido estricto es aquél que nos dio la vida a través de la procreación. Por esta vía, nosotros, los seres humanos, recibimos la naturaleza humana a través de la procreación. El Hijo de Dios recibió su naturaleza divina igualmente a través de la procreación. El Padre del cielo lo engendró antes de toda eternidad y lo sigue engendrando por toda la eternidad. El trato de "padre" en este sentido estricto sólo puede ser empleado por el unigénito Hijo de Dios para con su Padre.

Podemos llamar "padre" en sentido amplísimo a aquella persona que con nosotros es tan buena como un padre, que vela por nosotros como un padre. En este sentido Dios es el padre amoroso de todos los hombres, también de los pecadores y no bautizados, incluso de todas sus creaturas. Él viste a los lirios del campo y alimenta a las aves del cielo.

Y existe un "padre" en sentido amplio, el padre adoptivo. Éste toma como propio un hijo ajeno, le da su nombre, lo hace participar de sus bienes y derechos, lo hace heredero de sus posesiones. ¿Somos nosotros de ese modo hijos adoptivos de Dios? Sí; por su gracia nos aceptó como hijos suyos, podemos llevar su nombre y participar de sus bienes; nos hizo herederos del cielo.

Sin embargo somos y tenemos aún más que eso. Y aquí comienza el gran misterio que no podemos sondear con nuestro limitado entendimiento humano. Lo que un padre adoptivo jamás puede dar a su hijo, nos lo da el gran Padre del cielo: un poco de su vida divina. De ese modo nos hace imagen y semejanza sobrenatural suya. Un niño adoptivo en el orden natural jamás podrá ser semejante a su padre en cuanto al ser, porque lleva en sí otra sangre y carga genética. En cambio nosotros, al ser adoptados como hijos por Dios, nos hacemos, de manera admirable, semejantes a Dios; se nos une a Dios, se nos hace capaces de contemplar cara a cara a Dios en la eternidad. "El poder divino nos ha otorgado todo lo que necesitamos para la vida y la piedad, haciéndonos conocer a aquél que nos llamó con su propia gloria y mérito. Con ellas nos ha otorgado las promesas más grandes y valiosas, para que por ellas ustedes participen de la naturaleza divina y escapen de la corrupción que habita en el mundo a causa de los malos deseos". No disponemos en el orden natural de un pleno punto de comparación para este tipo de paternidad.

Por lo tanto somos verdaderamente hijos de Dios, podemos colocarnos junto a Cristo y decirle "¡Padre querido!" al gran soberano del cielo y de la tierra. De todas maneras no somos hijos en virtud de la procreación, como en el caso de Cristo, sino mediante una comunicación totalmente inmerecida.

Y este Padre nos ama paternalmente. A nuestro "¡Abbá, Padre!" responde él con su divino: "¡Fili, filia!" (querido hijo, hija). Él mismo nos dice por boca del profeta que nos ama con la calidez de un padre, con la ternura de una madre:

"¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pero, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré. Mira, en mis palmas te llevo tatuada".

Los hombres de hoy, incluso nosotros, los cristianos ¡cuán poco recordamos esta consoladora verdad! Y así, olvidándonos del Padre del cielo, nos sentimos abandonados y solitarios, y vamos mendigando de puerta en puerta. Cuando un hijo tiene una necesidad ¿acaso no acude a su padre? El hijo, especialmente el pequeño y desvalido ¿acaso no suscita en su padre el deseo de ayudarlo, la alegría de brindarse a él? Dios Padre se comunica, quiere regalarse con actitud amorosa, amar con actitud de entrega, porque él es precisamente amor. Su gran deseo de amar lo impulsa a soplar el Espíritu Santo. Esa potente fuerza comunicativa no le da descanso. Por eso unió a su Hijo con una naturaleza humana en gracia. El padre (por decirlo así) no quiere estar sin un hijo, sin la mayor cantidad posible de hijos. Él es amor y por eso quiere comunicarse: "Deus quaerit condiligentes se". Dios busca seres dotados de espíritu a quienes amar y que amen con él lo que él ama y cómo él ama. Y por eso hace que su unigénito se encarne como ser humano, y nos incorpora a él mediante el santo bautismo. En verdad nos hemos convertido en sus hijos.

Dios Padre tiene una "debilidad" peculiar: no puede resistir el desvalimiento conocido y reconocido de su hijo. Filialidad significa "impotencia" del gran Dios y "omnipotencia" del pequeño hombre. He aquí la razón más profunda de la fecundidad de la humildad en el reino de Dios. La santísima Virgen cantó por eso su Magníficat: "Eleva a los humildes", "Quien se humilla será engrandecido" y "Quien entre ustedes quiera llegar a ser grande, que se haga servidor de los demás".


viernes, 4 de julio de 2025

EDUCACIÓN PATERNAL HOY

El padre Kentenich era educador. Acogió muy generosamente la vida concreta. Dispensó la máxima atención y la mayor parte del tiempo a la educación de mujeres, en primer lugar, de las Hermanas de María. En la comunidad de las hermanas desempeñaba un ministerio paternal que le posibilitaba ocuparse intensamente de la vida espiritual de los miembros de la comunidad, permitir vinculaciones personales y, por esa vía, resolver conflictos espirituales, curar enfermedades y unir a las personas, hasta en lo más profundo, con Dios.

El texto que publicamos hoy nos permite echar una mirada profunda sobre la actitud paternal y pedagógica fundamental del padre Kentenich, y hacerlo en el marco del especial desafío pedagógico que se le plantea a la Iglesia en la actualidad.

El siguiente texto fue tomado de esa apología. Se halla en "Zum Goldenen Priesterjubiläum" (En ocasión de las bodas sacerdotales de oro), Monte Sión 1985, 113-115.

 

“En efecto, quien no mantenga un contacto continuo con el alma del hombre actual, enferma en varios aspectos, no tendrá ni idea de cuántas neurosis obsesivas convierten hoy en un infierno, o al menos en un insoportable purgatorio, la vida de incontables personas de todos los estados y clases, sin descontar, por supuesto, sacerdotes y religiosos.

Dar en esos casos la absolución sin procurar un ulterior proceso interno de sanación, es una solución barata. Una paternidad profundamente anclada en Dios piensa y actúa en este punto de una manera radicalmente distinta. En efecto, la paternidad anclada en Dios se inspira en el ideal del Buen Pastor, autorretrato de Jesús: el Buen Pastor da su vida por sus ovejas. No se queda de brazos cruzados en la orilla de un mar azotado por la tempestad, ni se limita a contemplar tranquila e indiferentemente las aguas rugientes, en la cual miles y miles de personas están expuestas al viento y las olas, luchando, desamparadas, por no perecer. Tampoco se contenta con arrojar desde lejos el salvavidas a quienes se están ahogando, sino que él mismo se arroja al agua, arriesgando su vida, para salvar lo que se debe salvar. Así se cumplen aquellas palabras del Señor: el Buen Pastor da su vida por sus ovejas. No debería resultar demasiado difícil aplicar esta imagen a situaciones del tipo mencionado, y hacerlo con adecuación al caso particular y en consonancia con la época en que se vive.

Permítaseme repetir que la eternidad mostrará alguna vez cuán grande y variado es el número de aquellos que pude guiar a través de tales escollos, hacia la plena libertad de los hijos de Dios, hacia el monte de la perfección.

Ya muy temprano tomé contacto teórico y práctico con el problema en cuestión. Se deja aquí expresamente aparte las experiencias del joven director espiritual "detrás de los muros conventuales". En cuanto se le abrieron las puertas y ventanas hacia el exterior, de todas partes vinieron pacientes a verlo, tanto laicos como sacerdotes.

Y así ocurrió ya a comienzos de los años veinte. Por entonces, inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, el Dr. Bergmann, que tiene su consulta y clínica en Kleve, era considerado un especialista en el área. En mi calidad de sacerdote pude continuar y perfeccionar, desde el punto de vista psicológico, ascético y religioso, lo que el Dr. Bergmann había comenzado desde el punto de vista médico.

No raras veces esa obra suponía un duro trabajo. Hubiese sido más fácil tomar distancia de tales casos recurriendo a algunas frases piadosas generales, tal como suelen hacer muchos sacerdotes. Pero el Buen Pastor que da su vida por sus ovejas no procede así. Él hace todo lo posible (aunque le exija mucho estudio, nervios y tiempo) para evitar daños a sus ovejas, para devolverles la plena libertad interior de los hijos de Dios, en la medida de lo posible.

Nosotros, los sacerdotes, no somos capaces ni estamos dispuestos a aplicar valiente, lúcida y prudentemente los principios morales y las reglas pastorales tradicionales y probadas; por eso se han ido llenando los consultorios de los psicoterapeutas, mientras que cada vez es menor el número de personas que se acerca a nuestros confesionarios. Esto podemos comprobarlo, lamentablemente, en todas partes.

El pastor conocedor de la época y de las almas es consciente de la crisis de la vida moderna y de los efectos prácticos que produce en aquellos que le fueron confiados. Una crisis profunda y abarcadora. Y tiene el coraje y la valentía de ocuparse del problema, buscando remedios y aplicándolos con prudencia y cuidado. De no hacerlo, se sentirá como un hombre que habla irresponsablemente cosas sin sentido y obra al azar. Y habrá de temer, con razón, que pueda empujar a ciertos grupos de entre sus seguidores (por supuesto, sin quererlo) hacia el otro bando, o bien abandonarlos, lisiados, en el campo de batalla.”